Por Ileana Manucci
Periodista

La efeméride de este 15 de julio me hace mirar 10 años atrás y puedo decir, con seguridad, que esos días de la ley, no sólo el de la sanción, fueron un antes y un después en mi vida. Y si, este va a ser un relato en primerísima persona porque no se me ocurre de qué otra forma narrar esto que de tan personal es tan político.

Para ese momento, yo tenía 23 años y hacía tres que había salido, parcialmente, del clóset. Para que eso sucediera, antes, habían pasado muchas otras cosas. Había dejado atrás el pueblo en el que nací y crecí -donde jamás conocí una lesbiana- y estaba viviendo en Paraná; había dejado mi carrera inicial en una Universidad católica para estudiar Comunicación en la Universidad pública; había conocido al amigo indicado en el momento justo.

Hoy veo todos esos pasos como claves. Ser torta o marica en un pueblo del interior de Entre Ríos era inimaginable. No existía, no existíamos. Se decía que aquella era lesbiana, que aquel otro era puto, siempre en tono de burla, siempre con ese odio camuflado de humor. Nada de lo que se veía ahí te mostraba un mundo posible, vivible y disfrutable siendo así. Descubrir la carrera que finalmente me llevaría a descubrir mi profesión también fue clave: las y los compañeros que tuve, los debates, las charlas, lo poco o mucho que leí, me hizo abrir la cabeza. Y me dió, claro, a ese amigo que ya tenía un pie fuera del clóset y me agarró de la mano para salir les dos.

Los días de la ley fueron mi primer acercamiento a algo que podría llamar “militancia”. Militar, de donde yo venía, era casi una mala palabra. Cosa de zurdos, revoltosos, vagos. Pero ahí estábamos, yendo a cuanta charla había en la ciudad, posando miles de veces con el cartelito de “Yo estoy a favor del matrimonio para parejas del mismo sexo” que la carpita del Inadi -en plena peatonal paranaense, bien visible- te ofrecía, junto con folletos, calcos y todo el merchandising color arcoiris.

Facebook, la red social estrella por aquellos días, era nuestra trinchera, desde donde nos trenzábamos en acaloradas discusiones, con argumentos y contra argumentos que pergeñabamos en cada juntada, con cada texto que nos llegaba, escuchando a cada militante que se enfrentaba a bestias como el Olmedo, Cynthia Hotton y cuanto cura se sentaba en los programas de televisión para decir las barbaridades más grandes con tal de restringir la ampliación de derechos.

Para ese momento de 2010 yo ya no estaba más con mi primera novia, esa que mi familia casi ni se enteró que existió y que muy pocos amigues conocieron. Pero después de la ley nunca más viví mis amores, mi deseo, en la clandestinidad y la culpa.

Ayer le decía a mi mamá que esos días de la ley, con el tema instalado 24 horas en la agenda mediática, fueron claves para yo pudiera saber lo que ella pensaba, lo que sentía, sus dudas. Fui estratégica, lo reconozco. Le acercaba folletos, le mostraba videos, miraba con ella esos debates a la hora de comer. Un par de meses después de la sanción de la ley, le conté, y el terreno ya estaba bastante allanado: “yo solo quiero que seas feliz”, me dijo. Otros, también, me dijeron que como eso no los hacía felices a ellos, entonces estaba mal. Será por eso que ya en ese momento, y también hoy, siguen lejos.

Esa madrugada helada del 15 de julio -fría como ésta en la que escribo- vi el debate desde mi cama, tapada hasta la nariz. Las casi 15 horas de sesión me agotaron y me dormí. A las 4 de la mañana, me despertó el ringtone polifónico de mi celular, mi amigo me daba la buena nueva: “¡APROBARON LA LEY!”. Nos encontramos al otro día y nos abrazamos un montón. Recuerdo haber sentido la nostalgia de esos días de militancia que habían terminado, como queríamos, pero habían terminado. Algún tiempo después, ya viviendo en Santa Fe, empecé a ir a muchas, muchísimas marchas más, encontrando nuevas batallas y causas para militar. Nada de eso, quizás, se hubiera despertado en mí sin aquellos días de la ley.

No se si me voy a casar, y todavía no fui a ningún casamiento de mis amigues queer. Pero la sanción del Matrimonio Igualitario fue mucho más que una ley que nos dio el derecho a casarnos, fue todo eso que acabo de contar: fue encuentro en las calles, fue reconocernos con pares, fue abrirnos con nuestras familias, fue ampliar el horizonte de mundos posibles, de mundos mejores.

Desde ese momento, cuando alguna compañera o mis amigues se sentían temerosos de alguna demostración de cariño en público, yo les decía -y aún lo digo-: “si ya nos podemos casar ¿cómo no nos vamos a poder agarrar de la mano en la calle?”. Todo eso fue y es el Matrimonio Igualitario. Salud compañeres y gracias.

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