De las veces que anduve en avión, que fueron varias, lo que más me llamaba la atención era el momento en que pasábamos por encima de las nubes. La ocasión hacía que, si estaba nublado, veías abajo y alrededor tuyo muchísimas nubes, de similares forma y figura.

En un oxímoron, tan remota esa imagen de vuelo y libertad, estábamos las tres sentadas en el suelo, en el patio de la cárcel: la Negra, Florencia y yo. Yo había llegado hacía pocos días. Nos contamos cómo caímos: la Negra cuenta que iba caminando por la calle, y que un auto frenó, y bajaron tres monos y la subieron de prepo. Yo conté que, la típica, estaba en el lugar y en el momento equivocados, porque habían ido a buscar a los dueños de la casa donde yo paraba. Florencia, que era alta y rubia, de pelo lacio, estudiante de medicina, se demoró en contar. Ella, que estaba ahí con su hijita Ana, una divina de pelo renegrido y con rulos, se tomó despacito el mate; se abrió un silencio donde vos veías su mente buscando las palabras. Dijo que a ella la bajaron de un colectivo. Que los canas habían subido y habían preguntado quién está con este tipo. Y que habían recorrido los rostros uno por uno intentando ver alguna cara que delatara que el tipo tenía un compañero o compañera ahí mismo. Que ella sabía que no daba el perfil, que nunca iban a adivinar que ella, compuesta y sin heridas, no como su compañero que tenía un balazo en un brazo, era justamente la persona que querían encontrar. Se había desbaratado la cuestión de la huida, hubo un desbande después de la operación, empezaron a correr, se subieron dos a un colectivo que pasaba y en la otra parada suben los canas. En la primera rápida ojeada ven al tipo que se sostenía con una mano el balazo del brazo, sangrante, y luego miraron uno por uno, decía, a los que estaban en el coche. Ella estaba parada, sosteniéndose de las correas que cuelgan para esa función, y dijo: está conmigo.

Dijo que ella sabía que había sido una boludez, que no había forma de que la perspicacia de los canas la asociaran con el compañero, que quizá tuvo un par largo de minutos para pensarlo, pero que no lo pensó. Tenía, dijo, el corazón partido en mil pedazos viendo al cumpa herido, que en poco tiempo iba a ser bajado, esposado y vejado hasta llegar a la cárcel y quién sabe. Y que no pudo soportar verlo tan solo, en la doble soledad del herido y del prisionero, y que simplemente dijo que estaba con él, para acompañarlo, nomás.

La amistad, dice René Char, es la nube blanca preferida por el sol. Y vos ves todas esas nubes, que te contaba más arriba, como ovejas ingrávidas que llegaron hasta el cielo, todas iguales, pero cada una diferente de la otra. Y va el sol y las mira y elige una. Entre las miles que pueblan el aire, allá arriba, el sol distingue a una como su preferida. La destaca para proyectar en ella toda su luz y su calor: la amistad. Y al elegirla, la hace resplandecer, la hace brillar más que ninguna.

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