Voces

Foto: Mauricio Centurión

Una casa es un cuerpo. Guarda los sonidos que la integraron y le dieron vida y muerte, los que resonaron entre sus ambientes. Yo creo que los sonidos persisten en la memoria. En sueños oigo las voces de mis muertos familiares, aunque no están. En gestación, escuchamos las voces de las personas que nos imaginan y nos alimentan, y en el momento de irnos, los sonidos y el tacto son las últimas percepciones que se retiran. En la vigilia, nos decimos cosas a nosotros mismos con la modulación de las voces que evocamos.

El 3 de agosto murió Queca Kofman. Cuando me enteré, lo primero que hice fue escucharla en mi oído de plaza. Mi oído de plaza es el sonido que escucho y que sé que voy a encontrar cada 24 de marzo en la calle: los cantos, el megáfono adelante, los coros, los aplausos, las risas, los llantos y las charlas de encuentro. Pero su voz fue el timbre que vino primero: agudo y potente, palatal y amplificado, como una cuerda alineada desde el vientre hacia nosotros.

La voz de Queca atraviesa la plaza y habita en el cuerpo. Decir presente siempre será con Queca. Esa voz prendió en los hijos, en los familiares, en los detenidos y en los que, como yo, crecimos aprendiendo que la memoria es un ejercicio para vivir. La primera vez que publiqué fue en una antología del Encuentro de Arte Por una Memoria Viva, que empezó en 1998, organizada por Madres, Hijos, Familiares y el Foro. Uno de mis textos se llamaba “Neo-mujer en su celda”. Yo había leído el Nunca Más hacía poco y estaba atravesada por esa lectura. No recuerdo nada de mi poema, pero sí recuerdo que esos encuentros fueron fundacionales como prácticas de lectura y escritura para mí: diversidad y encuentro.

Fede Coutaz escribió en 2014 sobre Queca lo que ella misma cuenta en los juicios: Cuelga el teléfono, quizá sospeche con temor que su vida cambió para siempre. Sin saberlo, acaba de sacarse por última vez el guardapolvo de maestra. Viaja a Tucumán a buscar a su hijo. Dos carabinas le apuntan a cada costado. Llora. No tiene miedo. Le avisan que van a matarla si sigue avanzando. Llega hasta el alambrado, es una escuela, grita el nombre de su hijo con toda su fuerza. Sigue viajando, investigando, golpeando puertas sin descanso. Sigue preguntándose si Jorge habrá escuchado su nombre en ese grito que hizo temblar el aire y las paredes.

Imposible despegar de mi oído la voz de Queca. Pienso que aquel grito parió otra Queca y siguió pariendo a cuántos de los familiares y a los que no lo éramos de sangre pero sí de época: Jorge moría cuando yo tenía casi dos años. Yo crecía mientras las Madres empezaban sus rondas de los jueves. Yo estaba en mitad de la primaria cuando terminaba Malvinas. Yo iba a festejar la democracia con mi familia en el 83 y al terminar la secundaria iba a leer el Nunca Más. Con hijos de desaparecidos leí por primera vez Las venas abiertas de América Latina y Operación Masacre.

Soñamos algo y lo contamos para darle sentido A veces es un sueño terrible y lo contamos igual. Los que escuchamos, recibimos sueños y los reorganizamos, los amparamos, repreguntamos. Armamos una canción con el que soñó y con esa materia. Escucho el último audio de Queca en la plaza, en 2017. Socializamos la maternidad, nos transformamos en las hijas de nuestros hijos. Hoy vemos las plazas llenas de jóvenes y estamos seguras de haber cumplido nuestro objetivo de pasar el sueño. Esta resonancia está como un planeador en al aire: los hijos, la transformación, el sueño. Un random que no es tal, va circulando y haciendo nido. Yo fui a esa plaza con mi hijo de dos años. Sí se escuchó el grito, Queca.

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