La señora Adelina todavía no termina de entender cómo pudo haber pasado. Lo primero fue torpeza, sin dudas, un accidente, no sabe en qué estaba pensando, nunca fue tan descuidada como para salir a atender la puerta sin antes dejar en la mesada la jarra con leche hirviendo. Como si no supiera que el repasador aguanta solo un rato la temperatura del mango ardiendo y el calor se empieza a sentir en la mano, tanto que tuvo que soltar la jarra desesperadamente, con mucha mala suerte para el muchacho que siempre le vende bolsas y primero le dice un precio y cuando va a pagarle le parece que le había dicho otro y ella se queda con la duda y angustiada pero no dice nada. Pobre, tampoco quería quemarle así las piernas ni que se fuera corriendo sin darle tiempo a disculparse y gritando tantos insultos, algunos que ni conocía.

Después no sabe si la sorprendió más su reacción o su puntería, cuando volvía de pasar el trapo en la puerta y vio al gato del vecino subido a su mesa, no trató de convencerlo, ni de tentarlo, sino que le tiró la jarra de hierro con toda su fuerza y fue tanta que gato y jarra terminaron su trayecto azotados en la pared que da al patio y el gato desapareció sin articular sonido, por la sorpresa, más que seguro.

Entonces sintió que la mente se le iluminaba de una forma que no parecía la de ella, y su cuerpo obedecía con diligencia a esa mente extraña, que seguía siendo de ella pero que de pronto parecía otra. Tuvo una visión de su vecino yendo a quejarse por el gato y buscó las herramientas y cortó y peló el cable de la radio, lo conectó al picaporte, lo enchufó y siguió con sus cosas, hasta que escuchó el timbre, después la puerta y por último la explosión que cortó la luz.

Sin perder tiempo se puso a calentar aceite esperando la visita de las mujeres del templo de la esquina, pero no pasaron, quizás no sabían que estaba sin luz y solo tocaron el timbre, quizás se adelantaron al vecino, quién sabe. Lo cierto es que no podía seguir a oscuras, así que apagó el fuego y llamó al electricista, quien, pese a su insistencia, no quiso anticiparle un precio antes de ver el trabajo.

La señora Adelina calculó un precio que consideraba justo, luego un precio caro y luego uno carísimo. La cifra que salió de la boca del electricista, apenas finalizada su eficiente y veloz tarea, triplicaba el precio carísimo que Adelina había estipulado. Pero no le extraño tanto eso, sino lo fácil que se clavaba un tenedor en una nuca y lo rápida que era para cerrar la puerta con llave y llamar al 911.

Después de dormir la siesta, cuando salió a baldear el patio, antes de tomar mate, se topó con el gato muerto, despatarrado en las baldosas. Como si lo hubiera hecho toda la vida, lo despellejó, tiró el cuero al vecino por encima del tapial y lo puso en la olla. La cena estuvo deliciosa, a tal punto que decidió destapar el vino que guardaba para visitas y le sacó una foto a la copa llena frente al televisor, “un vinito después de un día cansador”, escribió en su estado de whatsapp. Realmente se sentía cansada pero también orgullosa de tener, a su edad, quién lo diría, tantos nuevos proyectos.

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