Foto: Mauricio Centurión

Escribo esto sin saber si soy o no un zombi.

Durante algunos meses, la ciudad de Santa Fe se vio bendecida por la ausencia del virus en sus calles. Los más devotos le agradecían a la Virgen de Guadalupe. Los menos, a la humedad. Para mí se debió a una combinación de falta de testeos, casos asintomáticos azarosos y responsabilidades puntuales.

Pero la represa se rompió, la fe no alcanzó, y el umbral de azar y estadística fue finalmente superado. En una o dos semanas sumamos la misma cantidad de casos registrados que habíamos tenido en todos los meses previos de aislamiento y hoy las calles de Santa Fe están llenas de zombies.

Desde George Romero, la mutación de humano a zombi es un proceso relativamente rápido, del orden de los segundos o los minutos. En cambio, con este virus, uno no sabe si lo tiene o no hasta una semana o dos después de haberse contagiado. Estamos rodeados por el peor tipo de zombi: el que no sabe que lo es.

Cuando termino de trabajar, a veces salgo a dar una vuelta en auto. El recorrido es casi siempre el mismo: manejo desde mi casa a la costanera por Cassanello, doblo a la derecha, avanzo hasta el Puente Colgante, hago unas cuadras por Bulevar Pellegrini, regreso y cruzo al otro lado de la laguna Setúbal, tomo la rotonda, sigo por Alem hasta el Parque del Sur y vuelvo a mi casa por 9 de Julio. En las calles, plazas, parques, jardines, paseos se ve muchísima más gente que cualquier otro año en la misma época. Es comprensible: casi todas las actividades sociales puertas adentro están prohibidas, ¿pero por qué la mayoría de las personas no usa barbijo?

Ayer circuló un video en el que el Dr. Poletti, director del Hospital Cullen, pide que nos quedemos en nuestras casas. Su testimonio también apareció en varios medios gráficos. Fue muy claro: “En este momento es clave que la ciudad de Santa Fe baje el ritmo de circulación”. Ahora, ¿cómo convencer a la ciudadanía?, ¿cómo pedir paciencia cuando se llevan meses de espera?

“Estoy harta”, grita una mujer por la radio.  “A mí no me va a pasar nada”, escribe un joven en las redes. “Si no trabajo, me fundo”, se queja un comerciante.

En el cine de apocalipsis, el armagedón acontece en poco tiempo, días o semanas. Hollywood no nos preparó para semejante tedio. ¿Entonces, qué hacemos?

El virus impone sus propias reglas. E ignorarlo no nos inmuniza. Si salimos, podemos ser vehículo para que otro se enferme. Para algunos será una gripe pasajera. Para otros, algo mucho más grave. Cualquiera puede ser zombi, cualquiera puede enfermarse, cualquiera puede contagiar y contagiarse. Lo único seguro es resguardarse, no solo para cuidarnos a nosotros mismos, sino a los demás.

A diferencia de lo que ocurre en las películas, en la realidad el héroe no es una única persona y las victorias se logran en conjunto. Cada uno sabe si su salida es esencial o no. Como en casi todo, podemos reducir el dilema a una elección personal: ser el zombi que vaga por las calles o ser un héroe anónimo, parte de algo mayor. Nadie se salva solo.

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