Aprovechemos que mañana me voy

Una consigna que vuelve, como el jean tiro bajo: les argentines que quieren dejar el país. Nunca falta el boludo que amenaza con un portazo que nadie va a escuchar.

Las últimas semanas han servido para sacar a relucir algunas de las consignas más antiguas (y por lo tanto menos originales) de cierto sector de nuestra clase media aspiracional. En editoriales de diarios y posteos de Facebook que sólo buscan un buen megusta y nada más, cientos de miles de argentinos han amenazado con abandonar estas bellas tierras por sentir que, nuevamente, el populismo exacerbado y el precario estado de derecho no hacen más que coartarles sus posibilidades de crecer. Se creen Vicentín, y tienen las mismas pertenencias que Don Ramón. Allá elles.

No es coincidencia esta suerte de nado sincronizado al mejor estilo Esther Williams entre los grandes baluartes del periodismo berreta y tu primo Hernán. Trabajan en tándem y aceitan el mecanismo todos los días. Y a mí, a diferencia de Víctor Hugo Morales, me divierte más hablar de Hernán que hablar del demonio de Magnetto.

Todo empieza con una inesperada pregunta del primo en el grupo de WhatsApp familiar. De pronto a Hernán le interesa saber todos los pormenores del árbol genealógico compartido, específicamente de aquellas ramas que vinieron de Europa a la espera de cagarse un poco menos de hambre. Es materia de estudio cómo los Hernán de todas las familias eligen siempre olvidar las ramificaciones criollas y de pueblos originarios. No sea cosa que de momento recordemos que también nosotres, oh viejos y queridos detractores de los negros de mierda, tengamos alguna que otra cepa wichi impregnada en nuestro código genético. No, familia es esa que puede proveerte de una segunda ciudadanía. Los demás, dirá Hernán, son apenas nexos innecesarios.

Te puede llegar a parecer raro el sorpresivo interés de tu primo por la vida y obra del abuelo tano cuando estando el abuelo en vida el mismísimo Hernán no se preocupó ni por soplarle la papilla para que no se le quemen las encías ya sin dientes. Que siempre en las familias hay mayores desechables, y usualmente no son los Hernán del cuadro filial los que se encargan de acompañarles para que tengan una vida digna. Jamás verás a Hernán haciendo cola un jueves a la siesta a la espera de que le autoricen los remedios en el Pami. Más aún, quizás el mismo Hernán renegó en Facebook cuando su abuela pudo sacar una jubilación de ama de casa. Ahora no tiene problema de chuparle las medias especiales que usa para que no se le hinchen las piernas con tal de lograr su cometido.

Hernán no es mal tipo, esto es sabido. No se le puede pedir mucho, pero cagarte no te va a cagar. El problema es que Hernán cree que inventó la pólvora. Ya lo escuchaste en mil asados, parado al lado de la parrilla como si estuviera intentando cocinarse a sí mismo a la estaca, tomando el vino bueno que él nunca trae y desparramando los mil y un emprendimientos que él llevaría adelante si este país no fuera una mierda. Pobre Hernán. Incomprendido. Apenas el ingenio le alcanzó para ponerle “Jurassic Pan” a la modesta panadería que abrió después de fundir “El Señor de los Novillos”, la carnicería de su padre.

Hernán estudió en escuela pública pero detesta que el Estado crezca. Hernán odia a la Argentina, en realidad. O al menos así lo ha demostrado en sus elecciones políticas. Tiene el récord de haber votado todos los proyectos que destruyeron la economía del país. Mantiene una relación tóxica con esta adorada república: la detesta, pero no puede dejar de hablar de ella. Para Hernán estas tierras, con su manía por cortarle las alas, son como esa novia a la que empezás a criticar cuando te das cuenta de que ya no te tiene ganas. Y ahí está la cosa: Argentina y Hernán no se tienen ganas.

Raro es que en este país que oscila pendularmente entre la autodestrucción y las buenas rachas de progreso y dinamismo, no son precisamente los Hernanes (siempre con un pie afuera de todo) los excluídos. Que los que usualmente se van de la Argentina… no se quieren ir del país. Hernán quizás no pueda verlo. Pero no es casual que aquelles que deciden siempre pelear por un sistema de redistribución de la riqueza y condiciones más dignas para todes (incluídos los olvidados abuelos de nuestro inocente target) nunca quieren irse del país. Ni cuando los amigos de Hernán gobiernan. Amagamos, sí, cuando estamos un poco pasados de alcohol en alguna peña entre aliades. Pero acá les que se han “ido” (a la fuerza) jamás han sido de la quinta de Hernán. Son también les que han perdido la vida pero, claro está, eso no vamos a ponerlo a discusión con él. No sea cosa que lo encontremos del lado Lopérfido de la vida.

Llegado el momento, y ya con los papeles del abuelo en mano, comienza la danza más hermosa que puede darse: Hernán empieza a amagar con irse. Lo cuenta a los cuatro vientos, y a cuento de cualquier cosa. Si Boca no trae un nuevo central, Hernán se va. Si sube el precio de Netflix, Hernán se va. Si la nueva temporada de The Walking Dead es una garcha… ¿a que no saben qué pasa? Si no ponen al mismísmo Feinmann como juez de la Corte Suprema, Hernán se las pira. Y amaga, amaga, amaga, como un diez brasilero con pocos recursos que se está quedando sin ideas en un segundo tiempo apretado. Hernán es el eterno cuento del pastorcito mentiroso. Qué espera de todo ese show, nunca lo sabremos. Lo único que logra es algo peligrosísimo: conectarse, de primera mano, con su condición de ser humano infinitamente prescindible. Se descubre a sí mismo en cada respuesta esquiva que recibe como lo que es: el Ringo Starr de los Beatles de su familia, la ensalada verde en el asado con sus amigos, el centro de mesa de la economía del barrio, y el tipo de convicciones frágiles y poca entrega que su país nunca va a precisar.

Sueña con que alguna Romina, ex novia de la secundaria, lo persiga en el aeropuerto hasta la puerta de embarques antes de que él aborde el vuelo a la Italia que cagó de hambre a sus abuelos y que ahora lo recibirá como conductor de un Uber con olor a chivo y aromatizante de flores silvestres. Lo real es que Romina es cardióloga, tiene ocho doctorados, es becaria del Conicet y disfruta de hacer spinning. Hizo algo con su vida, en lugar de quejarse. Poco espacio tiene para la gente como Hernán.

Pero él, que es un emprendedor incomprendido, no deja que esto lo altere. Mientras mira un video de Elon Musk, convencido de que ese es el futuro que le espera en un país que no le ahogue las posibilidades, se consuela a sí mismo diciendo que probablemente lo que todes le tienen es envidia. Envidia, porque él es más pillo que todos los pillos juntos.

Y partirá, Hernán, dejando atrás a la familia que durante décadas le colaboró en todos sus emprendimientos y a los amigos que siempre le dieron una mano. Porque al país de mierda lo hacen entre todos, y por muy buenos que hayan sido con él igualmente suelen votar porquerías. Partirá y durante meses seguirá subiendo a Facebook posteos acerca de su nueva maravillosa vida en el viejo continente, de lo hermoso que es para él poder vivir sin una sola brizna de populismo cerca, de lo increíble que le resulta trabajar en un lugar en el que te respetan.

Hará de su nueva vida un reality show, digno de recibir esas estrofas de Maluma que rezan: “Puede que no te haga falta nada, aparentemente nada. Hawái de vacaciones, mis felicitaciones”.

Y seguirá mirando TN a la distancia, ahora con el convencimiento de que es un ser superior, como quien mira Pulsaciones y se cree muy inteligente por saber todas las respuestas a las preguntas. Jamás va a reconocer la falta. Nunca dirá otra cosa. Pero aún en su mejor momento, se arrimara a la parrilla precaria del patio de la pensión que comparte con dos ecuatorianos, un turco y un cordobés, para soltarle al parrillero (que apenas si juega con unas salchichas dudosas sobre las incipientes brasas): “¿Pero... sabés qué es lo que más bronca me da?”. Y, spoiler alert, esa bronca que lo conduce y lo conmueve siempre estará motivada por el país del que no se puede desprender.

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