Que reine en el pueblo el amor y el buen wifi

La celebración por los 75 años del 17 de Octubre nos dejó a todes con la página caída.

Este 17 de Octubre me encontró frente a la posibilidad de mixear mis dos pasiones más grandes en un solo evento: la mística de la plaza llena de compañeres sin abandonar la comodidad de mis 42 metros cuadrados de paraíso. Es decir, creí que este Día de la Lealtad se me iba a presentar como una mezcla rara pero apetecible entre todo lo que amo del peronismo y todo lo que amo de los Sims. No me sorprende que el 2020, empecinado en arruinar todo lo que se parezca a una ilusión, se haya cargado también esa expectativa.

El 17 de Octubre es la Navidad peronista. La Navidad común también se puede peronificar, pero eso no es exactamente lo mismo. Digamos que no podemos modificar (tanto) la liturgia típica de una ceremonia ancestral que termina siendo una mezcla de feria gastronómica y sesión de terapia conjunta en la que toda la familia se pasa factura por las deudas de las navidades pasadas. En la Navidad peronista nos abrazamos entre compañeres. Se nos puede colar algún que otro gorila, pero es improbable que tu tía Rosana termine cayendo a la plaza a las 22.14 con un vitel tone mal armado y cara de que está profundamente ofendida por algo que pasó hace dos Golpes de Estado atrás.

Dicho esto, en la Navidad común se grita “Viva Perón” cada vez que se destapa una sidra. Nadie grita “Viva Cristo” cuando se arma un chori de parado. Datos son datos, y dejo acá el tema.

En fin, en un confuso episodio mi 17 de Octubre terminó transformándose en un eterno loop de intentar una y otra y otra vez ingresar a una página web que me tiró error doce mil veces. De momento pensé que quizás me había confundido y lo que estaba haciendo era en realidad ingresar a la página de AFIP. La vida de les monotributistes está llena de flashes de guerra de laburos que no podremos cobrar.

La verdad es que el acto virtual del 17 me dejó con sabor a poco. A nada, más bien diría. Quizás es culpa mía el haberme hecho ilusiones con supuestas plataformas digitales que emulen la vivencia de una celebración que nos atraviesa la cuerpa de forma tan entrañable. Me destroza que no hayamos podido configurar una suerte de MOD del GTA que nos coloque a todes en la Plaza de Mayo, empujando para encontrar un lugar lo suficientemente cercano al escenario pero donde nada nos obstaculice las tomas para las historias de Instagram (y estados de Whatsapp, que es un terreno poco explorado pero muy hostil). ¿Acaso no contábamos con un solo nerd peronista capaz de generar esa plataforma? ¿No había un solo becario planero del CONICET? ¿Posta Santiago Cafiero tenía algo mejor para hacer que cerciorarse, personalmente, de que el aniversario número 75 del mítico 17 de Octubre del ‘45 se diera de la mejor manera posible? ¿Las feministas no piensan hacer nada? El acto de los #75Octubres vino mal crackeado de fábrica. Compraron la copia en la estación de colectivos a un señor pelado y de chomba gastada que les aseguró, con total seguridad, que iba a andar bárbaro. Nuestrxs ancestrxs, que cruzaron el Riachuelo a nado y el país en tren para llegar a la Plaza del ‘45, se revuelcan en la tumba de un servidor caído por 40 trolls y la inoperancia de los organizadores.

Esto es para que vean que también podemos ser autocríticxs.

Este aniversario, con su crisol de errores y magníficos momentos, me reconectó con dos cuestiones que atesoro en mi fuero más íntimo y que, obviamente, pasaré a contarles viendo que si llegaron hasta acá es porque están dispuestos a leer cualquier verdura.

La primera es que el peronismo es algo con lo que nos vinculamos de forma ambivalente, en constante contradicción y de maneras a veces más bien inexplicables. Criados en un contexto de eternas historias épicas de superación, incluso a las nuevas generaciones se nos mezclan los tantos. Sabemos bien a quién amar, a quién odiar, por quién trabajar y a quién temer. A veces nos cuesta un poco más el “con quién conformar las listas”, pero calculo que sobre la marcha se va aprendiendo.

Lo cual me lleva a la segunda enseñanza de este fin de semana: siempre que haya espacio para la ilusión, lo habrá para la desilusión. ¿Qué tal? Me siento Facundo Manes que, como sabemos, sólo existe en el imaginario de la televisión de aire. Creció cual masa madre de la neurociencia en algún decorado de canal América y allí quedó.

En este eterno tandem ente ilusión / desilusión el peronismo juega un rol fundamental. Al menos en mi vida. El sábado, mientras le daba al botón de f5 con la furia de un gorila tuitero que de pronto ve que Ofelia Fernández se cambió el celular, recordé la última vez en la que me había sentido tan brutalmente abandonada por el movimiento que me abraza. Vengan conmigo, oh gallardos lectores de esta columna, a la provincia de Buenos Aires. Más precisamente, a la provincia de Buenos Aires gobernada por el señor Carlos Ruckauf.

Mientras nos acomodamos entre las diagonales perfectas e impolutas de la ciudad de La Plata en aquel verano de fines de los 90, con la crisis del 2001 ya soplándonos la nuca, déjenme contarles qué nos trajo hasta aquí. Nacida en 1991 y criada en una familia de clase media, esta cronista de lo posible (comprometida a traerles relatos siempre al borde de la hipérbole incomprensible) se codeó desde el inicio de sus tiempos con los dos estandartes que la definen hasta hoy: el peronismo y el maravilloso mundo de Disney.

En las eternas siestas de verano, bajo la tutela de un ventilador de pie y paletas de metal, le sacábamos humo a la videocasetera hogareña que transmitía en un loop interminable los más entrañables cuentos de la productora del ratón multimillonario. Pero no eran sólo las pelis de Disney, que arrancaban con el insoportable spot de un señor que intentaba piratear una vieja copia del “Marajá de San Telmo” (vaya uno a saber con qué fines) las que más disfrutábamos de ver. También nos interesaba el género documental. Y ahí no había mucha oferta: una serie de videos en los que se mostraban los parques de Disney, en búsqueda de promocionarlos para engolosinar al argentino promedio que quería conocer el mundo montado en las alas del dólar barato, y la vieja y querida colección de varios VHS de “Perón: Sinfonía de un sentimiento”, dirigida por Leonardo Favio y con una duración promedio de 340 minutos.

La verdad es que en mi pueril cabecita de apenas ocho años ese cóctel resultó explosivo. Entiéndase que las escenas, adornadas por la cantidad de azúcar que consumíamos en los 90 como consecuencia de la variedad de productos que ingresaban para destruir nuestra industria nacional, se mixeaban de las formas más bizarras. Yo ya no sabía distinguir entre las imágenes de Epoct Center, con su tren en un segundo piso y sus noches de fuegos artificiales, y la adorada Ciudad de los Niños de La Plata, que Evita inauguraba una y otra vez en mis tardes de Nesquik. Se imaginan lo roto que me quedó el órgano palpitoso cuando finalmente pude conocer la Ciudad de los Privilegiados sobre el final de la década menemista y me encontré con un escenario similar a Blade Runner. Quizás el tiempo ha empañado el relato, pero tengo presente la imagen de un señor calentándose las manos en un tacho de metal cual indigente nuevayorkino.

En esa visita conocí lo que es una Mara y que la gente puede tatuarse la cara, y tengo un fugaz recuerdo de una clínica instalada en uno de los edificios en los que Monseñor Aguer realizaba exorcismos a las mujeres que se querían poner un DIU. También creo que había transformado todas las estatuas en distintas versiones de María Julia. Repito, no le busquen a esto una suerte de rigor periodístico porque no lo tiene. Es el recuerdo arraigado a la profunda desilusión infantil, similar a la que se siente cuando estás en la cola para sacarte una foto con el Papá Noel del Shopping Recoleta y te das cuenta de que Papá Noel no es otro que Ricardo, el plomero de confianza de todo barrio Fomento.

La historia, en su infinita grandeza, me permitió sanar esa herida. Años después, ya bajo la gobernación de Daniel Scioli, volví a la Ciudad de los Niños. Recuperado su esplendor, parecía algo sacado de una postal de los años 40. Lo único que daba cuenta del paso del tiempo fue el helado Frigor con forma de Mickey Mouse que le compré a un buen señor en el kiosco. Se me derritió entre los dedos esa vieja máxima que reza que sólo la organización, y las franquicias truchas de personajes entrañables, vencen al tiempo.

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