Cuando estaba haciendo mi tesis, mi director y, sin dudas, la persona que más influyó en mi formación académica, Gustavo Lambruschini, me dijo: “A usted le pueden decir que está equivocado. Lo que no le pueden decir es que usted es un boludo”. Con dicho emblema encaro año a año el diálogo con les estudiantes con quienes me cruzo en algún aula (o meet). Une se puede equivocar y no pasa nada. Y más de una vez también. De hecho, el error forma parte del aprendizaje y también de la enseñanza. Pero no se puede insistir con necedad en opiniones insostenibles racionalmente. O que no se expongan a ser refutadas, es decir, que todo las corrobore. O que todo pueda ser explicado por un mismo fundamento o con especulaciones o conspiraciones alejadas de la empiria o, directamente, contrafácticas. En otras palabras, que cuando a une le demuestran que sus argumentos son ilegítimos, es mejor hacer silencio, porque de otra forma se cae en el ridículo. Y siempre es preferible el silencio al ridículo, aunque a veces también es bastante ridículo quedarse callade, lo sé.

Dicho esto, voy a decir que no deja de sorprenderme la facilidad con la que muches polítiques y periodistas me demuestran lo contrario a lo que yo creo: hacen todo lo posible para ser un meme o, mucho peor, un panelista televisivo. Así que si soy consecuente con mis principios, debería asumir que les estoy enseñando a les estudiantes a fracasar rotundamente en la vida. Pero eso elles ya lo sabían.

No quiero mencionar ejemplos puntuales pero existen de todos los partidos y medios de comunicación. Van desde cohetes por la estratósfera a explicaciones insólitas sobre lo que están haciendo les legisladores en la webcam mientras deberían estar sesionando. Desde la infektadura hasta “A mí nadie me avisó”. Sobran ejemplos periodísticos también: no hace mucho vimos a un tipo celebrar los 10.000 contagios de covid diarios y al otro día justificarse; y a otro echándole la culpa del covid a Bill Gates. ¿Ustedes lo escucharon pedir perdón? Yo menos. Cuando nos reímos de la señora Bisman o del tío facho Rogelio, elles no hacen más que consolidar involuntariamente el ridículo mediático y político. Que, claro está, monopoliza los contenidos de los grandes conglomerados telecomunicacionales, que poseen al mayor número de consumidores y, por lo tanto, cuentan con un lugar de privilegio en la generación de opinión pública y sentido común. La industria mediática no nos da a les destinataries lo que deseamos o necesitamos. O sí pero porque primero nos dice qué es lo que deseamos y necesitamos. Y obtenerlo nos da la sensación de libertad, entre otras.

¿Qué voy a descubrir afirmando que lo político y lo informativo que consumimos por los medios y redes sociales son mercancías? Si no venden no sirven. Y no voy a despabilar a nadie diciendo que el ridículo vende muchísimo más que el silencio. Nico Del Caño podría ser un contraejemplo de mi tesis. Pero recuerden que anécdota no es sinónimo de evidencia y que siempre hay una excepción que confirma la regla. Pero volviendo a lo nuestro: cuando lo político se traduce al formato del discurso mediático se vuelve una mercancía que necesita impactar para lograr ser consumida lo más rápido posible. En otras palabras, es información que nos dan para tragar sin masticar y cagar sin digerir. “Urgente”, “Alerta”, “Primicia”, “Exclusivo” anunciando titulares exorbitantes sobre la nada misma. Informativos que confunden debate o conflicto con gritos, interrupciones, acusaciones infundadas y trivia de contraejemplos como pilares argumentativos. Por suerte siempre hay que vender una crema antihemorroidal a tal hora y dejan de gritarse entre sí al menos por cuarenta y cinco segundos. Todo eso en prime-time y en las principales tendencias de Twitter. El escándalo da buenos réditos económicos y políticos. Amalia Granata y Javier Milei no me van a dejar mentir. Tampoco los programas que les tienen como invitades o parte del staff. Y del otro lado de las pantallas, en las redes o el asado del domingo, el debate político se da de la misma forma. Qué curioso, ¿no?

Hace algunas décadas se impuso la espectacularización de la política. Tal vez como consecuencia de eso, conocimos la farandulización de la política. Y ahora todo ello parece convivir con su extrema ridiculización. Pervive la sensación de que el discurso político mediatizado ya no necesita dar cuenta de nada: acusación, grito y a la pausa. Y después del corte, otro tema. Todo vale. Y ese todo pasa rápidamente al olvido y andamos de ridículo en ridículo, de miseria en miseria, confundiendo libertad de expresión con decir cualquier estupidez que, incluso, muchas veces atenta contra la libertad.

Todo pasa pero todo queda. Porque todo pasa fugazmente por la pantalla pero queda en nuestro imaginario, que consolida una forma de concebir la política que es peligrosa y consecuente con el sentido común: la política es un espectáculo apestoso. Y no lo digo yo, eh. Lo dice la televisión, que de apestar sabe un poco.

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