Cartas

En la primaria escribía con amigas, algo que reconozco ahora como mi primer taller de escritura. En la superficie de esa escritura, teníamos una motivación estética: elegir la hoja en la que iba a ser escrita la carta. Yo tenía una pequeña colección de papelería, diseñada en colores pastel, con gatitos japoneses, perros con raquetas de tenis o niñas etéreas y farmers del campo australiano. Mis amigas también, y si no teníamos dinero, las dibujábamos.

Comprábamos las hojas en librerías y las encarpetábamos en folios para intercambiar en los recreos. Con las amigas más amigas, nos escribíamos: sentimientos sobre los primeros amores, comentarios sobre los libros que leíamos, paseos del fin de semana, acontecimientos de la vida familiar o cumpleaños que compartíamos juntas. Pienso en este momento, que la poética de una ficción, el placer de volver a contar, de evocar y reconfigurar la experiencia cotidiana, la ficción, a fin de cuentas, la escritura, era nuestra vocación de hecho. Con la excusa de un papel adornado, que nos esmerábamos en elegir y por el cual ahorrábamos centavo por centavo, lo que queríamos era contar la experiencia personal de vivir.

Era nuestra tecnología: escribirnos cartas, establecer comunicaciones privadas con unas más que con otras, releer una frase en grupo, citar a otra en la siguiente carta. Casi siempre terminaban con una pregunta, por ejemplo: ¿qué es para vos la amistad? o ¿qué harías si te enamoraras de Tom Sawyer? La escritura como técnica de la amistad, las cartas como ejercicios literarios.

También me escribí durante un tiempo con una persona que nunca conocí. Un día, saqué del diario, un diario, no sé cuál, una dirección postal de Santa Fe. Había una sección de direcciones para hacer eso: cartearse. Comenzamos un carteo sobre nuestras vidas, la música que nos gustaba escuchar, los libros que leíamos. Él tenía una vida de joven de clase alta, yo, de nena de séptimo de familia trabajadora. Nuestras cartas duraron varios meses, hasta que entré a la secundaria y supongo que lo olvidé, me enamoré o quién sabe. Recuerdo la sensación: la llegada del cartero y la permanencia de la carta en mis manos, o escondida, durante el tiempo necesario para que la familia se olvidara y me dejara en paz, sin andarme alrededor para saber de quién recibía una carta y qué decía.

En la facultad nos escribíamos con un amigo de la secundaria, él estudiaba en Rosario. Eran cartas donde nos permitíamos escribir sin temas, por el mero hecho de usar palabras, algo que mi amigo valoraba y practicaba desde la secundaria. No era poeta ni era músico, pero podría haberlo sido. Eran cartas de la sinrazón aparente en los 90 oscuros y feroces, de ellas conservo la posibilidad de discurrir dos o tres páginas comentando hallazgos musicales o describiendo tipos de personas que nos encontrábamos en las calles.

Me gusta mucho escribir a partir de un ritmo de habla particular. Para hacer eso, escucho: cómo entra y sale el hablante de un tema, dónde se silencia además de lo que se calla. Me asombra y enoja la opresión de los modos institucionales del decir sobre quienes habitan esas instituciones, aplanando toda lengua viva. Por suerte trabajo con adolescentes y en el aula presencial o virtual, disfruto de sus rupturas sobre el vocabulario y sobre la sintaxis, el desprejuicio potente que ejercen sobre las formas, aún en este siglo en el que las redes enlatan los lenguajes.

En la calle tengo debilidad por las jergas de trabajo, soy yo quien le saco conversación a taxistas, verduleras, dependientes de tiendas de comercio, carniceros, o a una señora que cruza la calle y pide ayuda y ahí conversamos a paso de hormiga mientras el tránsito espera.

Tengo en Manuel Puig a uno de mis amores literarios, por artefacto y por ritmo. Puig dejó su frustrada carrera de cine cuando, en castellano rioplatense, recordó el habla de una de sus tías y, con esa voz en su memoria, en dos tardes escribió las primeras treinta páginas de La traición de Rita Hayworth. A veces no hay otra cosa para quien escribe: una voz que habla, una memoria.

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