Londres. Foto: AndrewTesta

La pandemia deja a la vista la incapacidad de coordinar a las naciones frente a un destino común, la inexistencia de organizaciones que puedan realizar esa tarea y la grave crisis ambiental que se avecina.

Como al pasar, el 16 de marzo el gobierno nacional emitió un parte de prensa sobre un encuentro del presidente Alberto Fernández, el ministro de Economía Martín Guzmán y la asesora Cecilia Nicolini con representantes de 18 fondos de inversión soberana, es decir, carteras financieras manejadas por los estados. Se mencionaron Vaca Muerta, el litio, la producción agropecuaria. Los fondos eran de Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Estados Unidos, China, Japón, Baréin, Singapur, Kuwait, Italia, Omán, India, Brasil, Tailandia y Azerbaiyán. Por parte de los inversores, sólo se citó en el comunicado la voz del organizador del encuentro, Kirill Dmitriev, que valoró de la Argentina “la determinación en la lucha contra la pandemia”. “Es un ejemplo de cooperación eficaz para otros países en la región”, dijo el CEO del Fondo de Inversión Directa de Rusia, los que ponen la plata para la investigación, producción y comercialización de la vacuna Sputnik V. Cecilia Nicolini es la gestora principal del envío de dosis desde Rusia.

Después de un largo período de propaganda mediática y denuncias judiciales contra la vacuna rusa, el 22 de marzo Juntos por el Cambio largó uno de sus habituales comunicados instando al presidente a aceptar las condiciones que Pfizer impone en los países que quieren sus vacunas. Entre otros requisitos, Pfizer pide que los estados se hagan cargo de toda responsabilidad, poniendo activos soberanos –como un glaciar o un acuífero– como garantías. Israel hizo un acuerdo sin condiciones con Pfizer y ahora está por llegar al 60% de la población inoculada. A cambio, entregó toda la información sanitaria de cada uno de sus ciudadanos. Pfizer es uno de los laboratorios insignia de los Estados Unidos, cuyo Departamento de Salud reconoció en su informe de 2020 haber presionado a diferentes países para que no compren la vacuna rusa, entre ellos Brasil y Panamá.

En varios países de Europa se detuvo la aplicación de la vacuna de Oxford y Astrazeneca por algunos casos mortales de embolia. El porcentaje de muertos sobre el total de aplicados no dista mucho del de Pfizer, una veintena en millones. El prístino The Guardian llegó a elucubrar que las acusaciones contra la vacuna inglesa eran una ofensiva continental en el marco del Brexit.

La distribución de las vacunas en el mundo es completamente desigual y posee complejos problemas logísticos. No hay capacidad instalada para producir los miles de millones de dosis necesarias, hay escasez de botellitas para el envasado, hay dificultades en el mantenimiento de la cadena de frío y hay un puñadito de países que tienen garantizadas provisiones que multiplican varias veces sus poblaciones, mientras la mayoría del mundo mira atrás del vidrio y un grupito va recogiendo las sobras que puede. Y dentro de cada país con vacunas –porque basta leer uno o dos medios internacionales para relevarlo–, hay vacunatorios para privilegiados o privilegiados volando en jets privados para hacer turismo de pinchazo.

La vacuna es la mercancía más sobresaliente que hayamos conocido. Todo el mundo la necesita inmediatamente y hay muy, muy, muy poca para vender. Entonces, de cualquier forma, hay que lograr que lleguen más vacunas, como si la vacuna fuese dulce jovencita o fornido chongo al que hay que seducir y atraer. En verdad, el atractivo que tienen las vacunas es uno solo: la patente. Es decir, lo que distingue a la vacuna como mercancía.

Que toda la política, en todo el mundo, en todos los niveles, esté enfrascada en cómo conseguir vacunas antes que en cómo liberar las patentes indica cuál es el gobierno real del planeta y qué está haciendo con la humanidad en el trance más decisivo de su historia. Está haciendo guita.

Fetichismo

Para que un tótem o fetiche deje de manifestar al Dios, hay que profanarlo hasta que se convierta a la vista en el simple tronco de madera tallada que es. Lo mismo corre para la cruz o la mercancía. Para que el secreto de la vacuna se revele, hay que dejar de observarla como objeto de deseo y mostrar su mecanismo de producción, donde la patente ocupa el lugar distintivo.

Si la vacuna es la mercancía que sintetiza lo que vendrá en el año dos de la pandemia, la fuerza y tiempo de trabajo –y su presentación como fetiche– fue la mercancía que sintetizó los conflictos y contradicciones del año uno, el año de las cuarentenas. El mundo vivió intermitentes y extensos paros generales sin que el sistema entrara en crisis en lo más mínimo. Todo lo contrario.

Para la OMS «es grotesca» la brecha en inmunizaciones entre países ricos y pobres

Los trabajadores fueron reprimidos ferozmente en Francia, Alemania o Inglaterra mientras protestaban en contra de las cuarentenas. “No nos dejan trabajar” y “Que abran las escuelas”, fueron slogans que repitieron en todo el mundo, incluso por boca de líderes como Trump o Bolsonaro. La humanidad, en su mayor crisis, no puede pensarse más allá de su sistema, incluso al precio del contagio propio, del contagio de los seres queridos, del sacrificio. En el reverso se muestra que el verdadero pedido es por la continuidad de la explotación de la fuerza y el tiempo de trabajo. No se ha visto en el mundo marcha de trabajadores, sean organizados o no, para pedir por el Aporte Solidario Extraordinario, el IFE o el ATP, se llamen como se llamen en otras naciones. Los trabajadores nunca se presentaron –en ningún lugar del mundo– como seres humanos reclamando que se sostengan sus vidas por otros medios que no sea el de poder vender la pura fuerza de trabajo. Las protestas apuntaron contra la cuarentena, en tanto restricción de la libertad –siempre aparente– de vender la fuerza de trabajo en el mercado.

Como ideal, el capitalismo fue salvado por los trabajadores. Pero, en lo concreto, los únicos países que sí volvieron a una dinámica económica de cierta proximidad con el pasado son los de Asia-Pacífico, los más pretorianos en el manejo de la pandemia.

Para poder volver a encender la máquina a pleno, hay que encerrar, controlar, restringir y reprimir al palo. Australia y Nueva Zelanda pisaron al virus por cerrar totalmente las fronteras y decretar cuarentenas absolutas en ciudades enteras ante la aparición de cinco o seis casos. Japón y Corea del Sur tienen seguimientos digitales de ciencia ficción sobre sus poblaciones, con reportes continuos de las personas desde sus celulares, que registran a cada segundo movimientos y conductas. Ajena al paradigma del individualismo liberal, China combina ambos formatos y suma encierros obligatorios de 15 días para visitantes.

La contradicción es insoportable. Donde las oleadas vuelven y vuelven y aparecen mutaciones cada vez más malignas, las cuarentenas se disuelven y se regeneran bajo la imposible consigna de “convivir con el virus”. Contra toda la evidencia epidemiológica, sin tomar registro de ninguno de los países que sí tuvieron éxito sanitario y económico en el primer año, todos los países de Europa y América basculan entre el encierro obligado por el incremento exponencial de los contagios –cuarentenas forzadas por el terror y la muerte– y la liberación casi total de las restricciones a la circulación –porque hay que ir a trabajar y guardar a les niñes en la escuela–, hasta que la curva de casos vuelve a acelerar. Así el virus no para y la máquina no termina de arrancar nunca.

Comentarista

A no pasarse de rosca. Es evidente que los estados sólo pueden pelear entre sí por las vacunas o dejar a sus poblaciones en la intemperie; es evidente que el único modo de conseguir sustento es dejarse explotar o explotar a otro; lo otro que hay es cagarse de hambre y ya. No estamos para revoluciones, apenas soñamos volver a esa cruel ruina del pasado que llamamos “normalidad”.

La humanidad sólo se puede plantear las tareas históricas que puede cumplir. Prueba de eso es la ONU. La Ilustración soñó con una institución mundial como camino a la paz perpetua entre las naciones. El acuerdo entre los países vencedores en la Segunda Guerra Mundial la volvió realidad, como mecanismo de mediación entre naciones con capacidad de demoler el mundo por bombazo nuclear. Un par de guerras, genocidios y delitos contra la humanidad después, el coronavirus terminó de exponer los límites de este intento de gobierno político unificado y racional del mundo.

Las normativas de la ONU carecen de toda fuerza de ley. Como un faro, anuncia por dónde ir, pero no timonea ningún barco. Señala barbaries como las atrocidades contra refugiados o la destrucción del medio ambiente y marca los caminos a seguir, como en la pandemia. Es un metro moral; hasta el Vaticano sigue teniendo más alcance político.

En su perfecta inoperancia, la ONU prescribe la necesidad de cuidados y la recomendación de cuarentenas y nadie le hace caso, excepto cuando estallan las terapias intensivas. Denuncia como “grotesca” la brecha entre países ricos y pobres en la vacunación, pero su fondo de vacunas COVAX, destinado a los que menos tienen, de tan mínimo es inútil. Poco logra la ONU respecto de la liberación de patentes, menos todavía cuando recomienda a las naciones el cobro de impuestos extraordinarios a la riqueza mientras la desigualdad entre los magnates y los pobres acelera al ritmo de la tos.

Ni siquiera sirve para cumplir una de sus metas fundacionales: la Justicia global. La ONU hace surgir la Declaración de Derechos Humanos y los Tribunales Penales Internacionales como herencia de su íntima relación con los Juicios de Nurembeg, Esos juicios se produjeron entre 1945 y 1946 y condenaron a prisión o muerte a 24 jerarcas nazis por delitos que, hasta ese momento, no existían como tales, sino que se inventaron para la ocasión. No había una ley mundial que hablase de crimen contra la humanidad, ni existía la idea de genocidio. Se formalizaron para esos juicios.

Coronavirus: ensayo general

¿Por qué la ONU no puede tipificar del mismo modo el delito de abandono de la humanidad? ¿Qué otra cosa sino es lo que hicieron Donald Trump y Jair Bolsonaro con las poblaciones de sus países? ¿Son ellos menos asesinos que el yugoslavo Slobodan Miloševic? Abandonar no es perder, tampoco desechar. El abandono es crear una población –sobre todo la pobre que se ve obligada a exponerse al virus– que está a la vista de quien gobierna, pero como algo dejado de lado. Si bien no tiene lugar el exterminio sistemático activo de la violencia armada, el abandono también es una acción que produce masacres.

Repasar todas las tropelías sanitarias de ambos asesinos es agotador. Trump terminó enfermándose de coronavirus y Bolsonaro hoy tiene saturadas todas las camas de todas las terapias intensivas de todo Brasil, mientras que bajo su mirada surgió una de las mutaciones más contagiosas del coronavirus, la P1 o cepa de Manaos. Ambos países son los focos mundiales desde hace meses.

Mientras tanto, puntualmente dos veces por semana, Tedros Adhanom Ghebreyesus, el director de la Organización Mundial de la Salud, nos cuenta cómo va la cosa a través de YouTube y Twitter.

Who cares?

Para sus programas sociales en pandemia y con una desocupación récord que dejó chiquita la crisis del 30, Estados Unidos imprimió una cantidad inconmensurable billetes, clavando varios PBI de la Argentina por semana, a pura emisión. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) estimó que durante 2020 en América Latina el total de personas pobres ascendió a 209 millones, 22 millones más que en 2019, llevando la tasa de pobreza extrema al 12,5% y la de pobreza al 33,7%. De no ser por los estados, el aumento de la miseria hubiera sido todavía mayor. Los gobiernos de la región implementaron 263 medidas de protección social de emergencia, que alcanzaron al 49,4% de la población, aproximadamente 84 millones de hogares o 326 millones de personas. Sin esas medidas, la incidencia de la pobreza extrema habría alcanzado el 15,8% y la pobreza el 37,2% de la población.

El estado de excepción general de marzo de 2020 se pulverizó ante la lógica victoriosa y suicida del mercado; la demanda de planificación política continua cedió y el abandono de la población al virus se volvió el nuevo paradigma para comprender el epicentro de la pandemia. Eso no quiere decir que la política no haya respondido, con las pocas y precarias herramientas que tiene. En Argentina, el Estado a través del IFE puso comida en la mesa de millones de personas, el ATP sostuvo la mayor parte del sector privado sobreviviente, la capacidad hospitalaria aumentó cerca de un 50% de un saque y nadie tuvo que hacer cola en un pasillo esperando un respirador. Pero esa acción y ese contraste con el abandono puro y duro se borronea porque al final el cierre de empresas fue masivo, el crecimiento de la pobreza y la indigencia es inocultable y la cuenta de muertos supera las 50 mil personas. Para ponerlo en cifras: el Indec estimó que el PBI de 2020 estuvo un 9,9% por debajo del año anterior, por lo que el producto está en los mismos niveles que en la crisis de 2009.

Los primeros dos años de pandemia muestran el fracaso del primer ensayo general enmarcado en la inevitable crisis ambiental que se avecina. La expansión mundial de una enfermedad zoonótica producida por el avance de la vida urbana sobre ecosistemas dominados por animales salvajes forma parte, en el sentido estricto, de la imparable degradación a la que sometemos a nuestro medio ambiente. Cada país hizo lo suyo, con más o menos esfuerzo, empatía, rigor o indiferencia. El resultado final de este primer ensayo general es desastroso y permite observar las líneas gruesas de lo que puede venir en las décadas que se avecinan. Pobreza a la intemperie clamando por un salvataje o una forma de zafar, magnates de riqueza incalculable protegidos y privilegiados, menguantes clases medias hundidas en cavernas iluminadas con un incesante y lánguido resplandor de pantallas, desigualdad extrema y creciente hasta el feudalismo. Incapacidad de coordinar a las naciones frente a un interés y un destino compartido y común, inexistencia de organizaciones que puedan llevar adelante esa tarea, el mercado capitalista y sus mercancías repitiendo ciegamente su básico algoritmo de destrucción y, encima de todo, una pila monumental de cadáveres.

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