cata de vinos en Casa Bruni
Foto: Nicolás Yappert.

Una noche invernal, una docena de personas, copas en alto y una anfitriona que concibe el vino como un puente hacia lo auténtico. Crónica de una cata de vinos en Casa Bruni con variedades distintas de Altieri Wines.

¿Cuánta gente hace falta para que una reunión sea un acontecimiento? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Una? Una de estas noches invernales, en una esquina del sur de la ciudad de Santa Fe, bastó una docena de personas reunidas para hablar de vinos. Y para probarlos en una cata de vinos en Casa Bruni, un espacio cálido en Avenida General López donde el silencio del frío se rompió con el tintineo de las copas.

La escena de la cata no era para nada solemne, sino fraterna: Angelina y María, las representantes de la bodega estrelar mostraron algunas de las cartas de su mazo de variedades mientras las comensales comparaban con las botellas de semanas anteriores, preguntaban y felicitaban. Entre las mesas había incluso emprendedoras que aportaron delicadezas gastronómicas para distintos momentos de la velada, poniendo lo suyo para que cada bocado maridado con cada vino fuera un ejercicio de autoconciencia sensorial.

No podía dejar de resonar aquella máxima latina, in vino veritas est, a lo largo de la noche: “en el vino está la verdad”. El proverbio, que sigue vigente tras casi 7.000 años de historia vitivinícola, nació de la observación de que el elixir extraído de la vid desata la lengua, el ingenio y la imaginación humana. Desde las primeras fermentaciones en tinajas de arcilla en el Cáucaso hasta hoy, el vino acompaña al hombre, aliviando malestares y regando alegrías. Gabriela Bruni, anfitriona de Casa Bruni, parece comprender profundamente algo de ese misterio ancestral. En su pequeña pero surtida cava, atesora botellas cuyo contenido vale más de lo que podría medirse en dinero: caldos preciados por su autenticidad, por las historias que encierran y las sensaciones que despiertan. Tal cual pasa con los manjares que ofrece en sus mesas (aunque lo esconde atrás de su modestia, tuvo maestros como el Gato Dumas); acá los aditivos artificiales y los ultraprocesados son casi mala palabra. Todo apunta a la verdad de los ingredientes simples y bien logrados.

Bruni lleva 18 años organizando veladas como esta, a veces una o dos por semana, en las que oficia de sommelier, cocinera y narradora. Su trayectoria es ecléctica: artista plástica de formación, chef pastelera y sommelière diplomada. “Todo lo que es arte me gusta”, cuenta, señalando los cuadros que cuelgan de las paredes y también aparecen impresos en las etiquetas de su propia línea de vinos. Casa Bruni no es una vinoteca al uso, sino la extensión de una filosofía personal. “Tengo que potenciar lo que sé y lograr que la gente la pase mejor”, dice Gabriela, quien concibe el vino como una puerta de entrada a un estilo de vida más saludable y genuino. Explica que distingue los vinos boutique de aquellos “de laboratorio”: “El vino de laboratorio es todos los años igual, dibujado en una bodega; en cambio el vino boutique, natural, es un producto genuino que nos representa, que le hace bien al cuerpo”, afirma con pasión. Para ella, el cuerpo humano no necesita alcohol; pero si vamos a beber, que sea de un origen noble. “Si vas a tomar una Coca-Cola, sabés lo que le estás poniendo a tu cuerpo; eso con el vino no debería pasar. El vino tiene que ser un producto natural, genuino”, enfatiza, eco de lo que ya advertía a principios del siglo XX el filósofo austríaco Rudolf Steiner sobre la degradación de los alimentos por la industrialización. Su mensaje es claro: hay que volver a las raíces, a la verdad de la naturaleza. “Volver a la naturaleza, a los vinos naturales, a los cereales y frutos orgánicos... Lo que consumimos tiene que ser bueno para nuestro cuerpo. Parados en ese paradigma, tenemos que generar todo lo que esté bien”, resume Bruni, casi a modo de manifiesto.

Tierra de winemakers

Esa búsqueda de autenticidad la lleva a convocar a pequeños productores, enólogos y winemakers independientes a presentar sus creaciones en Casa Bruni. “Todo esto está generado desde mi cabeza; mi cabeza sabe lo que quiere. Y lo que yo quiero para mi cuerpo, quiero para los demás”, señala, describiendo el criterio curatorial tras cada botella que descorcha para sus eventos. Durante la cata de vinos en Casa Bruni, sus palabras encuentran eco en las invitadas de honor: Angelina y María Victoria Altieri, dos hermanas mendocinas jóvenes y entusiastas que llegaron desde Luján de Cuyo, Mendoza, con una valija llena de botellas de su bodega familiar, Altieri Wines.

Viñedos de Luján de Cuyo al pie de los Andes, donde nacen los Malbec de Altieri Wines. Desde las entrañas del suelo mendocino, la tradición de hacer vino –ese milenario jugo de uva fermentada– se proyecta hacia el mundo. En Mendoza el vino es cultura viva y legado familiar, del mismo modo que Santa Fe se enorgullece de su histórica tradición cervecera. Las hermanas Altieri son prueba cabal de cómo esa cultura del vino se transmite y evoluciona: “La tradición viene de nuestros abuelos; lo llevamos en la sangre”, comenta Angelina, ingeniera agrónoma que decidió estudiar esa carrera “para estar al aire libre, en contacto con la naturaleza”. Su hermana María, directora comercial, admite que al principio ni siquiera le gustaba el vino: “Siempre estábamos rodeados de vino porque Mendoza es vino. Yo de chica pensaba ‘nunca me va a gustar’. Incluso cuando empecé a trabajar en la bodega decía ‘no me gusta el vino’”, recuerda entre risas. Hasta que una enóloga mentora la desafió y le educó el paladar: “El vino es un gusto adquirido; lo vas entendiendo y te empieza a gustar. Una vez que lo entendés, cada vez te metés más en el mundo del vino”. Igual que como pasa con el tango, el vino te espera.

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Semana a semana, Casa Bruni es anfitriona de encuentros en los que comer y beber es motivo y no excusa. Foto: Nicolás Yappert.

Altieri Wines (también conocida como Vinorum en honor a su museo en bodega) es una empresa familiar fundada por los Altieri en 1998. Produce vinos de alta gama en partidas limitadas (menos de 300 mil litros anuales), criados con esmero en barricas de roble francés, y atesora premios nacionales e internacionales por su calidad. Su cepa estrella, como en toda Mendoza, es el Malbec –varietal que se ha convertido en sinónimo de la Argentina en el mundo– pero elaboran también cabernet sauvignon, blends y hasta espumantes. Durante la cata de vinos en Casa Bruni, los distintos ejemplares de Altieri desfilaron en las copas mostrando por qué Mendoza tiene fama vinícola: tintos intensos, de aromas a fruta negra madura y dejos de chocolate, con el carácter franco que solo da el terruño cuyano. “Argentina en materia de vinos es Malbec”, sintetizan las hermanas, reafirmando que esa uva insignia sigue siendo la carta de presentación del país.

Más allá de la calidad enológica, la historia de esta bodega la distingue: actualmente son las mujeres de la familia quienes lideran el emprendimiento. “No fue algo impuesto; simplemente se fue dando”, explica Angelina sobre cómo tanto ella como María terminaron al frente junto a su madre (Cecilia Buj, actual directora) en roles protagónicos, acompañadas por su hermano y su padre en otras áreas. Incluso varias de las enólogas que pasaron por la casa en los últimos años fueron mujeres –otra casualidad feliz–. El empoderamiento femenino y el recambio generacional le han dado nueva vida a la marca, algo reconocido incluso por las autoridades locales al otorgarles el sello “Luján Sustentable” por sus prácticas responsables y equitativas. “Nuestra bodega está comprometida con la sostenibilidad en lo social, lo ambiental y lo económico; por eso certificamos el protocolo de sustentabilidad de Bodegas de Argentina”, declaró Cecilia Buj al recibir ese reconocimiento. En la charla con Pausa, Angelina amplía esta idea: adoptar estándares sostenibles no es solo una cuestión técnica, sino “una filosofía de vida: producir respetando el entorno y a la gente que nos rodea”. La mirada holística abarca desde el viñedo hasta la comunidad.

A medida que transcurre la velada en Casa Bruni, se van hilvanando anécdotas e ideas entre sorbo y sorbo. Gabriela Bruni intercala conocimientos generales –como la legendaria historia del champagne que surgió por accidente cuando al monje Dom Pérignon le refermentaron unas botellas y exclamó extasiado “¡Estoy bebiendo estrellas!”– con comentarios sobre cada vino en particular. Las Altieri, por su parte, relatan los pormenores de elaborar vinos de autor en tiempos modernos: desde la importancia de las abejas y los microorganismos en el viñedo (sin los cuales no habría ecosistema vitícola), hasta los desafíos de exportar una marca boutique desde Argentina al mundo. “Nunca imaginé que el mundo del vino fuera tan grande”, confiesa María, “Conocer gente, viajar para abrir mercados... Ojalá que el día de mañana estemos en muchos países, bien posicionados”, comenta sobre sus ambiciones. Angelina asiente y agrega que otra sorpresa fue descubrir las fortalezas trabajando en familia: “A veces es difícil separar lo familiar del trabajo, pero me sorprende día a día ver de lo que son capaces. Por ejemplo digo ‘guau, mi hermana es una capa’, ‘mi mamá puede con esto y con mucho más’”. Se miran cómplices. Está claro que, así como cada cosecha de vid trae un nuevo vino, cada experiencia compartida en la bodega les revela algo nuevo unas de otras.

Al final de la noche, la docena de asistentes brindó una vez más, sellando una cata de vinos en Casa Bruni que cumplió los objetivos no escritos de Casa Bruni: aprender un poco, disfrutar mucho, y conectar con la esencia de un producto milenario en un contexto humano y sensorial. “Todos los años el vino tiene que ser un descubrimiento, como nuestra vida”, había dicho Gabriela Bruni en un pasaje inspirador, “Todos los años tenemos que reinventarnos”. Y en esa reinvención continua, bajo las luces cálidas de Casa Bruni, quedó flotando la sensación de que en el vino, efectivamente, hay verdad. Una verdad líquida y compartida que trasciende la copa y justifica de pe a pa ese instante estando vivo.

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