Desde el presidente de la Sociedad Rural hasta los trolls digitales repiten la cantinela de que el valor de las mercancías depende de cuánto quiera pagar quien las compra. En el reverso, se pierde la compresión de que la (relativa) estabilidad de precios puede ser el resultado de una economía que no tiene signos vitales por razones políticas.
Es jodido confundir la contingencia, la capacidad de poder decir que no, con la imposibilidad, el no poder. Puestos en términos de verdulería, es contingente quien elige no comprar, aunque pueda hacerlo. Y está hundido en la imposibilidad quien no puede comprar, aunque quiera hacerlo. Allí está uno de los trucos fundantes de este tiempo de idiotas: no se entiende la diferencia entre lo que significa decidir y lo que implica poder.
El modelo de Javier Milei ya entró en su previsible fase de aceleración recesiva. Las quiebras se suceden (van 14 meses continuos confirmados de destrucción de empresas privadas), porque el consumo de bienes masivos está paralizado, los salarios no recuperan poder adquisitivo y el desempleo aumenta, desde febrero de 2024 cae el trabajo privado registrado. Son todos datos duros de la economía y son resultantes del programa de ajuste perpetuo para abaratar el dólar y llevar la riqueza al exterior.
No es nada nuevo. Se hizo, con diferentes matices y variantes, durante la dictadura, el menemismo y el macrismo. Los artífices del último ciclo de saqueo se repiten, una novedad a resaltar: es la segunda vez en menos de 10 años que Luis Caputo endeuda, Federico Sturzenegger destruye, Patricia Bullrich pega.
En este marco, la muy precaria estabilidad de los precios masivos de consumo induce a la confianza, el desgano o la apatía general y, quizá, a algo muchísimo peor: a la creencia de que la quiebra del negocio privado o la pérdida del empleo son una resultante de la impericia personal. Y no lo son: tienen razones políticas.
¿Qué otra cosa podés creer si pensás que no había nada peor ni peor fantasma que el brote inflacionario de la gestión de Sergio Massa? Al pasar de los dos dígitos de IPC a una navegación estable por el 2%, las culpas por los devenires de la actividad económica pasan automáticamente del gobierno a la vida privada.
Abramos el secreto. Dado que las mercancías son una síntesis fiel del estado coyuntural de los conflictos sociales, el aumento generalizado de sus precios es el combustible más potente para la conversación social. Delante de los tomates apilados, los anónimos vociferan sin restricciones. Cuando la inflación se dispara, en las góndolas de lácteos sobran los voceros del ágora. Hasta se escucha como una ebullición de puteadas en los supermercados; los mismos cajeros participan del debate.
El amansamiento de la inflación generalizada, entonces, aplaca la conversación corriente, la queja delante de los desconocidos, la sensación de que a todo el mundo le pasa lo mismo. A la inversa, todo el resto de los males económicos requieren algún tipo de articulación, de mediación, de palabra que explique por qué eso que pasa no te pasa solamente a vos. (Y la oposición no tiene la más mínima idea, y buena parte siquiera tiene interés, de cómo darle marco a ese diálogo social).
Jugando a construir una escala, si en un extremo la inflación produce por sí misma la conversación, en el otro extremo la pérdida del empleo o la quiebra de la empresa la silencian. Son el fracaso. Dan vergüenza, durante mucho tiempo, hasta que se vuelve a la actividad, si se vuelve. Aquellos que vivimos los 90 sabemos que, también, esos silencios enferman y matan.
Hay un artilugio extra para disolver la compresión colectiva de que es lo que produce las quiebras y la pérdida del empleo, y qué consecuencias traen, en una espiral recesiva. En los 90 del menemismo, el engañapichanga se expresaba con toques teatrales propios de la comedia nacional grotesca o del sainete. “Camine, señora, camine”, chillaba Lita de Lázzari, el paradigma de la vieja mañanera con changuito, y adoctrinaba a la población señalando que la forma de lograr que la plata alcance era, sencillamente, ir de un negocio a otro “buscando el precio”. El problema de confundir contingencia e imposibilidad.
Hoy, esa basura se repite bajo el lema “Cómo doma Menger”, en referencia al austríaco Carl Menger y su teoría subjetiva del valor. Abogado era Menger. Con el panelista Javier Milei a la cabeza, desde Nicolás Pino, presidente de la Sociedad Rural, hasta el propagandista Antonio Aracre, en vivo por C5N, o los trolls digitales más ilustrados reiteran la misma sarasa, que reduce la formación social de los precios a humillarte por no tener con qué pagar un kilo de milanesas.
Cómo es que doma Menger
En diálogo con Infobae y tras admitir que con la baja de las retenciones sí va a haber un traslado a los precios de los alimentos, Nicolás Pino explicó por qué eso no va a traer mayores problemas, apelando a una escena típica del ideario de Menger:
–¿Sabés quién rige los precios?
–A ver –responde el periodista.
–El bolsillo –miente Pino.
–La demanda –contribuye el periodista.
–Vos vas a la carnicería y decís “Che, ¿me das un pedazo de esto? ¿Cuánto vale”, “Tanto”, “No, dame de otro”. ¿Y qué hace el carnicero? No se queda quieto. Esto no es hacer tacitas. A la carne hay que sacarla.
El diálogo se produce en el período histórico de menor consumo de carne vacuna de la historia argentina. No existe el “No, dame de otro”. Directamente se dejó de comprar. En los reportes mensuales de la Cámara de la Industria y Comercio de Carnes y Derivados (CICCRA) se utiliza una palabreja para describir la situación “convalidar”. Ponen: los consumidores no “convalidaron” los aumentos. Como si hubieran podido decidir. No se trata de haberles dado mayor o menor legitimidad o validez, se trata de poder o no poder pagar. No es un problema de voluntad, sino de potencia. Ese es el límite de la boludez de Menger.
Según Carl Menger, las mercancías toman su valor de acuerdo a lo que quiera pagar quien demanda y ese valor se va imponiendo hacia atrás en la cadena de producción de esa mercancía. La teoría es eficaz a la hora de construir una imagen porque representa cabalmente momento “Lita de Lázzari” de la vida. La escena que narra Pino es vivida por casi la totalidad de la población, diariamente. El problema es que esa descripción no explica qué pasa cuando quien compra dice “Che, no me alcanza para nada”.
Ahí Menger, Lita, Aracre y Pino se disuelven y se imponen los costos de producción de una mercancía. Hay un límite durísimo en la oferta: nadie puede vender por debajo de su costo. Si alguien decide hacer algo que no puede es como elegir saltar de un edificio siendo que no podés volar. Te hacés mierda. Quebrás.
¡Quiebras y despidos en un escenario de estabilidad de precios! ¿Cómo puede ser? Nunca hubo tantas quiebras y desempleo como cuando hubo ya no sólo estabilidad de precios sino, incluso, deflación. En toda la Convertibilidad, Menger domó como loco. Tanto domó que tuvimos siete años con desocupación de dos cifras y terminamos en un estallido.
Retomemos más detenidamente. ¿Por qué se espera que la devaluación del último mes no se traslade (tan) significativamente a los precios? Sencillamente, porque nadie puede pagar más de lo que ya se está pagando para vivir. El ancla de la inflación, entonces, no es solo pisar el dólar, es pisar los salarios desde el gobierno.
Es el gobierno el que abarata el dólar, es el gobierno el que pisa las paritarias. Las razones del cementerio económico son estrictamente políticas.
¿Y cuál va a ser el resultado de un aumento mínimo de los costos que no esté acompañado de un aumento mínimo de los salarios? ¿Qué va a pasar con esas pequeñas remarcaciones de Arcor, las subiditas de la nafta, algún aumentito de tarifitas más? Va a haber menos poder de compra, lo que va a aumentar imposibilidad de vender por debajo del costo, lo que va a traer quiebras y despidos y, entonces, todavía menos poder de compra.
Este espiral está en plena aceleración, se perciben sus borboteos en la calle. Y la oposición no encuentra las palabras, menos que menos el programa, para que sea el tema central de la conversación pública.







