Por más de 40 años, Raúl Prchal alojó a miles de mochileros en su castillo de adobe sin pedir nada a cambio. Anarquista, escritor y bebedor empedernido, eligió una vida afuera del sistema, guiado por el lema escrito en la pared de su cocina: "La realidad no existe".
“En la Humahuaca alejada de los turistas vive, en su castillo de adobe, el viejo Raúl Prchal. La primera vez que llegué a ese lugar, tenía un poco más de 17 años. Era una noche lluviosa y cuando crucé la puerta de madera del castillo, siempre abierta para recibir al viajero, lo conocí. Mezcla de mago medieval con chamán autóctono. Poeta, escritor, viejo anarquista, soñador. Ilusionista, un quijote del desierto. En la pared de la cocina estaba escrita la siguiente frase: 'La realidad no existe'. Aquella noche mi mente se rompió en mil pedazos.”
Así comenzaba uno de los cientos de comentarios que tuvo la publicación en Facebook de la muerte de Raúl Prchal. Su muerte no fue noticia en ningún diario, claro está, pero llenó de tristeza los corazones de muchas personas que, alguna vez, durmieron en su castillo.
Raúl Prchal solía definirse a sí mismo como “hippie anarquista”. Nació en Buenos Aires en 1942, pero desde pequeño se sentía incómodo en la gran urbe. Apenas pudo, huyó de las garras de la ciudad y el trabajo formal. Yiró por distintos lugares: desde comunidades mapuches en la Patagonia hasta la comunidad de Giuseppe Lanza del Vasto, discípulo de Gandhi, en el sur de Francia.
En 1975, finalmente, eligió un lugar para asentarse: Humahuaca. Llegó allí con Graciela, su primera mujer, que al poco tiempo lo dejó. Desde allí, armado con la palabra, dirigió sus diatribas al mundo y a la humanidad, ya sea a través de sus libros -entre los que destacan la novela "El Francotirador" y el surreal instructivo "Pautas para la captación y emisión de imágenes inquietantes o guía práctica del bufón lúcido"-, su programa de radio anarquista, sus grupos de teatro comunitario o el periódico “Viento quebradeño", fundado por él mismo.
Cuando uno sale de la terminal de Humahuaca, debe subir una escalera larguísima para llegar a la zona alta de la ciudad. Después de subir, y de descansar las piernas un rato, caminando unas poquitas cuadras se llegaba al Castillo, construido por Raúl con sus propias manos. Tenía las paredes de adobe, el piso de tierra y botellas de vino por todos lados: en las esquinas, apiladas cumpliendo el rol de pared o formando figuras absurdas en el patio.
Durante 35 años, Raúl tomó grandes cantidades de vino; de hecho, un vino en caja era la única condición para los viajeros que querían pasar la noche. Lo acompañaba en esta afición su segunda esposa, Rufina, una coya coplera que pasó sus últimos años acostada gritando coplas y puteadas en partes iguales, afectada por el delirium tremens.
Un día, el cuerpo de Raúl dijo basta. Desde entonces, y durante sus últimos años de vida, abandonó el vicio, y también los carnavales: según él, no tenía sentido festejar tomando agua. Los carnavales eran una de las pocas ocasiones en las que salía al mundo exterior, así que la abstinencia potenció su reclusión.
Entrar al Castillo de Adobe era una experiencia mística. Era un lugar con una energía especial. Un cráneo de buey y la A anarquista decoraban la entrada. No tenía luz, gas ni agua, el piso era de piedra y las paredes estaban todas escritas. Alrededor de la mesa del comedor, a la luz de las velas, se desarrollaban charlas interminables sobre anarquismo, literatura, filosofía y otras yerbas. El patio y el living, por su parte, albergaban una diversidad de bolsas de dormir, carpas y colchonetas pertenecientes a los mochileros que, transitoriamente, habitaban el castillo.
Diariamente, Raúl recibía a todo aquel que estuviera viajando por el norte y no tuviera donde pasar la noche. No pedía nada a cambio. La comida y la bebida se resolvían de forma comunitaria: vaquita para el guiso, vaquita para el vino.
La casa era un teatro donde entraban y salían personajes generalmente extravagantes: mochileros con guitarra al hombro, viajados bajo los efectos de algún psicodélico, nihilistas, escritores y “neolíticos”, como llamaba Raúl a la gente del pueblo. Y aseguraba que esta denominación no era para nada peyorativa. Todo lo contrario: en su lucha contra la sociedad de consumo, admiraba que allí no hubiera llegado jamás la civilización.
Todos juntos conformaban la Comunidad Huaira Huasi, Sociedad de Irresponsabilidad Ilimitada, cuyos pilares se podían leer en un manifiesto que repartía Raúl al ingresar: autogestión y solidaridad. Los miembros de la comunidad cambiaban permanentemente, de acuerdo al rumbo que tomaran sus vidas. A veces una persona se quedaba por tres meses, y de un día para el otro se iba sin avisar. Muches eran miembros de la comunidad por una sola noche, y a veces volvían del exilio personajes ilustres de algunos años atrás. A todos, Raúl les ofrecía lo mismo: un techo, un fuego, conversación y sus libros, encuadernados por él mismo.
Así era Raúl Prchal. Un auténtico Quijote, cuyo molino de viento era la sociedad de consumo. Luego de vivir 76 años a su gusto, falleció el 8 de agosto de 2018. “Total, cuando se me acaben las ganas, voy y me muero”, había declarado en un precioso perfil escrito por Marina Hernández. Quedaron de él cientos de relatos, sus libros y un documental titulado "La realidad no existe", con gran cantidad de material de archivo y testimonios, dirigido por Facundo Rivarola y Brian Wimer, que recorren el país proyectándolo.
A todos los que alguna vez pasamos la noche en su hogar, nos queda el recuerdo de su figura raquítica, de su yelmo, de su bondad, de sus ideas y de su Castillo, siempre a disposición de cualquier alma que se encontrara lejos de su casa y buscara un fueguito para calentarse las manos.





