La pequeña escena de la bolsa de basura en el cesto callejero sintetiza una compleja trama de relaciones entre los cirujas, los vecinos, las cosas que tiran juntas dentro de la bolsa, las crisis económicas, los rebusques y el saber de los trabajadores organizados.

Por Iván Imbert

Hace una semana, como a las 9 de la noche, mientras caminaba  por el norte de la avenida General Paz, ví en la vereda de una escuela unos carteles colgando del tacho de basura que decían:

“Por favor
no romper
las bolsas”

“Solo hay
basura”

El mensaje parece sencillo, pero no lo es. Permite advertir, desde mi perspectiva, la degradación acelerada de las condiciones de vida y las sociabilidades en la ciudad. Procesos que están sucediendo entre nosotros en tiempo real.

Lo primero que recordé fue cuando, en 2017, en el marco de la escritura de mi tesina, entrevisté  a carreros y cartoneros y uno de ellos, José "Patita" Sánchez (57 años), compartió conmigo la siguiente tesis en torno a la diferencia fundamental que existe entre los vecinos según cómo gestionen o dispongan la basura: “Hay algunos que tiran una milanesa y en la misma bolsa también tiran la caca del perro… Pero la separan, pensando en nosotros”. Sin embargo “hay otros”, siguió, “que son capaces de agarrar la caca del perro y pasarla por arriba de la milanesa a propósito... Hay gente con mucha maldad”.

El ciruja, en otras palabras, indicaba que así como existen vecinos conscientes y atentos de la interacción que llevan cotidianamente con ellos hay otros que, por el contrario, son deliberadamente refractarios y castigadores en dichos vínculos.

Desde ese momento y a esta parte el asunto de los vínculos construidos entre aquellos que habitan  barrios integrados de la ciudad y quienes cirujean se convirtió en un tema de permanente interrogación personal.

Por eso pienso que puede ser  útil hacer un análisis de lo que hay detrás de la decisión de poner esos carteles en un tacho de basura. La red de relaciones que sucede en el “detrás de escena”.

Vivir de la basura

La búsqueda de comida en las bolsas de lo que gran parte de la población considera desperdicio es una práctica de larga data. La emergencia del fenómeno “cartonero”, así como el cirujeo, tuvieron su auge a  mediados de la década de 1990  cuando las políticas del período agravaron las condiciones de vida de la población en situación de pobreza e indigencia. Frente a eso, ante la imperiosa necesidad de alimentarse, las tácticas de rebusque comenzaron a ampliarse y las categorías que distinguían entre lo que era considerado “basura”, y aquello que no lo era visto como tal, comenzaron a diluirse para grandes porciones de la población.

basura

En el paso de los últimos 30 años estas prácticas se fueron transformando. Changas para unos, oficios para otros o, inclusive, trabajos permanentes (algunas veces formales). Para la mayoría, escudriñar en las bolsas de basura permitió cierto sostén para la reproducción de la vida. Mínimo pero regular.

Incluso, se han conformado cooperativas formales de cartoneros. Por ejemplo, la cooperativa “Reciclando nuestros sueños” que vende mensualmente 60 toneladas de material recuperado por un promedio de 240 recolectores asociados y que, además, se encuentran bancarizados.

La bolsa de basura no es, entonces, sólo una bolsa de basura. Para cada vez más gente en esas bolsas hay mucho más.

La interacción a través de la basura

Dentro de esas bolsas puede haber cartón, papel, vidrio o aluminio que se puede vender por kilo. También, algún artefacto con potencial de reventa en la feria del trueque del nuevo Hospital Iturraspe o en la de la estación Mitre. Para otros muchos, puede abrirse la posibilidad de conseguir alimento directo.

Del otro lado de la bolsa, hay una persona que decidió que su contenido ya no es apto para su propio uso o consumo. Y en el momento que lo descarta, sin buscarlo, entra en interacción con gran parte de la población que ha quedado fuera de los circuitos laborales y económicos formales e informales.

En estos más de 30 años las prácticas de rebusque y los oficios marginales en torno a la basura se fueron “profesionalizando” y la interacción con quienes producen y descartan la basura tuvo sus acuerdos de convivencia e intercambio.

Hoy, por ejemplo, los recolectores con mayor experiencia y sus hijos no precisan romper la bolsa. Un tanteo exterior y una medida empírica de peso (levantar y sacudir la bolsa) es suficiente para saber si adentro hay algo de valor. Si hay duda, entonces se abre y se revisa. Si no hay duda, se deja sin más. Todo este proceso suele durar, en lo que pude observar, apenas unos 5 segundos. Y ello porque el tiempo es muy importante en este universo de sobrevivencia.

Dedicar tiempo en una bolsa sin valor implica perder, quizás, la posibilidad de encontrar algo en la siguiente. Además de la urgencia por llegar a un mínimo de recursos antes de que termine la jornada, se suma la urgencia que imprime la competencia con otros recolectores que pueden anticiparse.

Teniendo en cuenta estas variables, cada recolector decide un recorrido y una anticipación del tiempo que llevará. Esto significa también gestionar el tipo de interacción que se sostendrá con sus residentes. En ese camino, algunos construyen vínculos con los vecinos, que empiezan a reconocerlos y a generar que –eventualmente– alguno de ellos les entregue en mano los elementos que podrían ser valiosos.

Los recorridos minimalistas de los cartoneros terminan cuando estos entienden que se ha llegado a un piso mínimo de dinero que les permite volver a  casa. Ese piso es el de la supervivencia: el alimento para sí mismo y/o para la familia. Y el “o” es importante porque para muchos, la alimentación de sus hijos implica el sacrificio de la propia.

Entonces… ¿Por qué aparecen esos carteles?

Entiendo que esto sucede por un desajuste en los términos de esa interacción. Y este desajuste es consecuencia de una serie de hechos sociales que se solapan y entrecruzan.

Por un lado, la curva de crecimiento de la actividad cartonera y de cirujeo se elevó a un ritmo vertiginoso en las últimas décadas, al tiempo que –producto de la baja en el consumo, los bajos ingresos y el desempleo– se redujo la cantidad y calidad de los residuos sólidos urbanos accesibles para los recolectores.

Además, quienes se han sumado a esta práctica en los últimos tiempos no poseen el saber hacer del pesaje y reconocimiento veloz de lo que hay en el interior de la bolsa como quienes llevan mayor tiempo. Es importante considerar que a las prisas mencionadas se le suma la desesperación que imprime el hambre en muchos de los casos. Todas estas urgencias llevan a que, quizás, algunos rompan las bolsas.

Tampoco tienen, todavía, el código implícito que se va generando entre los que dejan la bolsa, los recolectores formales y ellos. Los recolectores del camión de basura, por ejemplo, no recogen las bolsas que fueron abiertas por completo y su contenido ha sido desperdigado. Esto genera que el vecino al día siguiente tenga que juntar esos elementos y volverlos a poner en una bolsa porque, tampoco, son parte de las responsabilidades de los barrenderos que pasan por la mañana. Esto provocó, en el último tiempo, la aparición de microbasurales en algunas de las veredas de las casas de estos barrios.

Por último, aquellos que habitan en el norte de estas avenidas, no solían ser parte cotidiana del circuito para muchos recolectores que hacían bolseo. La baja calidad en los desechos y la competencia abrieron el mapa para muchos recolectores quienes empezaron a hacer recorridos más largos para asegurar lo mismo que antes. De alguna forma, estos habitantes del norte son “nuevos” en esta dinámica de la interacción que ya existía en zonas sur y “céntricas”.

Obedecer y seguir

Cuando volvía, más tarde, esa noche, noté que las bolsas estaban apenas abiertas. Tenían un pequeño agujero en la parte de arriba. Sin embargo, yacían íntegras.

Sospecho que los recolectores informales que pasaron en ese lapso de unas horas fueron atentos en la interacción. Sabían que si respetan  la integridad de la bolsa el camión de la basura se las va a llevar a la mañana siguiente evitando perjudicar a la escuela y, de esta manera, también al vínculo creado.

Rompieron la bolsa solo lo suficiente para que esa interacción no se rompiera. Obedecieron al cartel sacrificando, quizás, una posibilidad.

Al mismo tiempo, se va notando, los vecinos empiezan a ser conscientes de esta interacción. Hay quienes deciden sacar la bolsa justo en el  momento en el que va a ser retirada por el camión de la recolección formal, evitando así toda relación. Otros pusieron candados en sus tachos con implicaciones similares a los anteriores. Algunos, por el  contrario, saltean el tema de la bolsa de basura y prefieren interactuar personalmente con los recolectores entregando alimentos, ropa y cualquier elemento de valor directamente en sus  manos. Finalmente, hay quienes saltean el ritual de la bolsa pero para expulsarlos mediante agresiones, denuncias y miradas de desprecio.

Cada uno va tomando decisiones que lo ubican de un lado u otro de la clasificación que hacía Patita al comienzo de esta nota, cuando ponía de ejemplo la milanesa y el excremento animal. Podría decirse que la sociedad toda va siendo consciente de la existencia de esta interacción impuesta por el contexto de desigualdad extrema y desintegración social.

Cuando empezaba este escrito encontré en redes sociales una publicación que, cuestionando la falta de contemplación detenida de las cosas, utiliza el conocido fragmento de Atahualpa Yupanqui sobre la tierra. Fragmento con el que comienza su canción: “Para el que mira sin ver”.

Frente a aquel cartel del tacho que anunciaba que allí solo había basura advertí una imposibilidad de respuesta directa por parte de los recolectores. Reciclando aquellas frases del cantautor considero que, quizás, una buena respuesta a ese cartel sería otro que dijera: “para el que mira sin ver, la basura es basura nomás”.

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