La hierba de los caminos: “Todavía no han acabado de crecer los cardos”, fue la respuesta. "¿Hay muchos ladrones en el camino?" Había sido la pregunta. El que preguntaba tenía 22 años, se llamaba Charles Darwin y arrancaba su viaje de Luján a Santa Fe. El calendario indicaba sábado 28 de septiembre de 1833.

Mientras la vegetación fuera irregular, el camino era seguro. Muy pronto, cuando los cardos acabaran de crecer, darían inicio a la temporada alta de los únicos conocedores de esos sitios; ladrones que aprovechaban la noche “para robar y matar impunemente”. Por eso y porque en la zona no había mucho más que vizcachas, el explorador apuró su paso. Luego de conocer y elogiar Coronda, supo que el peligro del último tramo se cifraba en la sumatoria de tres factores: la ausencia de casas y habitantes, el exceso de vegetación y la costumbre de algunos originarios de asaltar a los viajeros.

Para bien del desarrollo de las ciencias, la amenaza no se concretó. Aun así, el contingente atravesó caseríos saqueados. Charles, quien a su propio juicio era mal dibujante, escribió la siguiente postal: “vimos además un espectáculo que mis guías contemplaron con gran satisfacción y era el esqueleto de un indio con la piel desecada y pendiendo de los huesos, suspendido de la rama de un árbol”.

Lo primero que el visitante registró de esta ciudad es que los caminos de acceso estaban tan inundados que “nunca hubiera creído posible que una carreta de bueyes pudiera pasar por ellos”. O sea.

Qué te parece: Trece es el número de menciones a Santa Fe en su Diario de viaje. Predeciblemente, afirmó que era pequeña y tranquila, pero agregó que además era limpia y ordenada, cosa que habría enfurecido el ánimo de José María Paz, que por entonces continuaba preso en la aduana. Después, subrayó la tiranía del gobierno de López y la corrupción real o potencial de la totalidad de sus funcionarios públicos; opinión que, por supuesto, habría devuelto la alterada calma al manco General.

Casi como una seña de agravio o desdén, omitió toda mención a nuestros mosquitos. Peor aún, no obró consecuentemente respecto a sus congéneres de las islas del Paraná, de los cuales, casi con desparpajo, proclamó: “Expuse mi mano por cinco minutos, y en breve se puso negra de insectos. Supongo que no habría menos de 50, y todos aplicándose a chupar”.

Por difíciles y aburridas razones, le llamaron la atención un tipo de arañas y no mucho más que eso. No encontró explicación alguna a la diferencia de temperatura con Buenos Aires dados los muy escasos 3 grados de latitud que las separan y la plena inexistencia de fronteras naturales entre ambas.

Brujería: Quizás le costó adaptarse a nuestros desafíos climáticos de octubre. Al inicio de su estadía en la cordial, el joven cayó postrado por un fuerte dolor de cabeza. Dos días enteros así. Posiblemente, al tercer día se sintió mejor y por eso decidió cruzar el “magnífico” Paraná.

Mientras tanto, lo asombraron las viejas artes de la medicina popular o curandería que le fueron ofrecidas y supo rechazar sin excepción. Entre algunas conocidas y más o menos comunes hay una del todo insólita, repugnante y atroz. Incluye perros muertos y mejor no decir más.

Curioso o no, se desconocen las causas de la muerte del biólogo, pero durante sus últimos 22 años, se repitieron y agravaron episodios como el que sufrió los días 3 y 4 de aquel octubre, en aquella cama que fue el lugar donde más tiempo permaneció Darwin durante su primera y última visita a estas tierras.

El tigre gente: En las islas del Paraná le fue mucho mejor. Consiguió nuevas e importantes figuritas para su colección y hasta se dio el lujo de pasar un par de días pescando y degustando armados, varado en la orilla del río.

Por entonces Lina Bernard tenía 11 años y todavía no había salido de Francia, pero, al igual que le pasaría a ella un par de décadas después, Charles observó huellas de puma en la costa, que más tarde, en el recuerdo, se le mezclaron con otras huellas: “Esta tarde, no bien había andado cien metros, cuando hallé señales ciertas de la reciente presencia del tigre, viéndome obligado a retroceder; en todas las islas se veían rastros y; como en la excursión precedente el tema de la conversación fue “el rastro de los indios”, así ahora lo fue “el rastro del tigre””.

Luego de documentar el suceso; aprovechó para relatar una historia que aquí conocemos bien: “Me contaron que pocos años antes un jaguar enorme había penetrado la iglesia de Santa Fe; dos Padres que entraron, uno tras otro fueron muertos por la fiera y un tercero que acudió a enterarse, escapó con dificultad. Se mató a ese jaguar a balazos desde un ángulo del edificio, que no tenía tejado”.

No sé si viene a cuento o no, pero mi querido Diego R, que me corta el pelo desde hace más tiempo del que quisiera acordarme, rechaza de plano la veracidad de tal historia o leyenda. Cada vez que guía a alguna visita suya por el convento de San Francisco, ahí, frente a las garras marcadas, rasgando para siempre la madera de la mesa; con certeza y gracia, Diego expone su teoría. Se trata de una versión más picaresca o erótica que trágica. Nadie muere, no participan tigres ni animal alguno.

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