Se estima que la enfermedad de Pompe afecta a 470 argentinos. Produce un agotamiento muscular que puede afectar funciones básicas. Por su costo millonario, el tratamiento suele naufragar en una maraña burocrática de la que sólo se sale gastando en abogados. La voz de los pacientes.
Valeria aprendió a respirar hondo y a decir “otro día será” cuando ve la casa sucia y no le da el cuerpo para limpiarla. Le entristece, porque entre esas cuatro paredes se pasa días enteros sin salir, desde hace poco más de un año, siempre que allí puede transcurrir sin el temor de pisar en falso.
El Pompe irrumpió como una tijera que cortó los hilos de su vida social. La dejó sin trabajo, al no poder sostener la incómoda posición a la que suele estar sometida una cajera de supermercado. También, sin varios momentos de ocio, ya que salir de su casa supone una tortura (y un riesgo) para alguien que debe pensárselo dos veces hasta para subir una rampa.
Su enfermedad radica en la deficiencia de una de las enzimas encargadas de descomponer el glucógeno, un residuo celular que se acumula en los lisosomas y afecta los tejidos. Aunque existen casos asintomáticos y su expresión clínica es variable, se caracteriza por debilidad muscular progresiva e insuficiencia respiratoria. En casos agudos, puede comprometer el corazón y el diafragma.
Cordobesa de 43 años, Valeria Frastas no tiene dudas de que vivir bajo ese diagnóstico “es un tormento”.
—Siento que debería vivir con una baranda en la mano. Me cuesta levantarme, cambiarme, subir el pie para meterme en la ducha, alzar la olla para ponerla sobre la hornalla… la vida en general me cuesta. Ni siquiera puedo caminar por la calle con el teléfono en la mano, porque o camino o hablo.
Al principio no sufría tanto de los dolores sino más bien una falta de fuerza general. “Mis piernas tardaban en responder, además de sentir cansancio y presión”, cuenta sobre aquellos primeros síntomas que fueron creciendo, poco a poco, hasta convertirse en estorbos mayores como el no poder subirse a un colectivo para ir a trabajar en Extra Supermercados.
—Me era cada vez más difícil —dice Valeria sin estar del todo segura de que sus palabras describan cabalmente lo que se siente—; esperaba a que subieran los demás y después me ponía muy nerviosa, porque suelen tener el escalón muy alto y rara vez cerca del cordón.
Se le fueron complicando funciones tan básicas como el tragar o el respirar. Hacia septiembre de 2024, un estudio de la kinesióloga y fisioterapeuta Cecilia Bersano destacaba que Valeria comenzaba a tardar “más de tres segundos para realizar el trago” y que lo hacía “en dos o tres veces”. También detectaron “una marcada debilidad del diafragma, objetivando unas 16 apneas por hora”. Le indicaron un CPAP para dormir, “por falta de aire”, y una bolsa de resucitación manual para adultos, con el correspondiente entrenamiento a sus familiares frente a casos de urgencia.
Su primera neuróloga fue Yesica Fita, por entonces prestadora de la obra social del Transporte Automotor de Pasajeros (OSPJTAP). Le recomendó hacerse un test de gota seca, del que se ocupó de conseguir el kit por su alto costo. El resultado tardó más de dos meses y llegó en medio de la ola de calor que provocó el gran apagón de Córdoba del lunes 3 de febrero de 2024.
—Me llamó mientras yo estaba trabajando para decirme que me adelantaba el turno porque cerraba el consultorio. Salí volando y para cuando llegué ya estaba todo apagado. Me esperaba la secretaria con muy mala predisposición, y la doctora tenía 800 papelitos escritos. Me atendió súper rápido, me dio instrucciones para más estudios porque ella luego se tomaba unos días. Me quedé sin más información.
Luego Fita salió de vacaciones y, al volver, se tomó licencia por enfermedad. Una vez vencido ese plazo, renunció sorpresivamente.
—En realidad la echaron por diagnosticarme el Pompe —afirma Valeria—. Ella me avisó desde el primer día que lo mío era “una bomba” y que se venía el quilombo. El problema es que la medicación es muy cara y la obra social no la quiere pagar.
Una enfermedad de médicos y abogados
Una de cada 13 personas vive con una enfermedad poco frecuente en nuestro país, lo que equivale a 3,6 millones de argentinos. Se estima que alrededor de 470 tienen Pompe. La medicación, en tanto, consiste en el reemplazo de las enzimas que el cuerpo con Pompe no produce (llamada alfa-glucosidasa ácida), y es fundamental para que la enfermedad no avance.
—Te aporta una mejora significativa—, afirma Carlos Yaccarino, de 59 años, uno de los primeros pacientes argentinos en someterse a la infusión.
Es un paciente tan “viejo” (con el perdón de Carlos) que al principio las enzimas le llegaban gratis por ser un tratamiento nuevo que necesitaba de validación. “El precio de ser un conejito de indias”, comenta sonriendo sobre aquel período que se extendió de 1995 a 2007.
Los dolores aparecieron en sus jóvenes treintas, cuando aún no había un consenso absoluto sobre cómo diagnosticar la enfermedad. Ya era padre de la primera de sus dos hijas y trabajaba como técnico instrumentista en una planta refinadora de Shell. Hincha de San Lorenzo y oriundo de Florencio Varela, le gustaba el gimnasio y el fútbol, además de hacer waterpolo. “Era muy deportista”, recuerda sobre un pasado que atesora con mucho cariño.
En aquel momento, más que el corte de rutinas físicas le preocupaba el no quedarse en la calle, porque la enfermedad avanzaba y se le complicaba mantener las funciones de un operario calificado.
—Por suerte la empresa se portó muy bien—, afirma Carlos y pasa a contar que lo designaron en recursos humanos, “a hacer tareas administrativas”, donde aún trabaja y a las puertas de jubilarse. “No era lo mío pero, bueno, me debí reinventar”, confiesa sobre un proceso que tardó algo en digerir.
También debió hablar seriamente con su esposa: “La senté y le dije que esto llegaba para quedarse y que ella tenía derecho a seguir con su vida, porque yo no sabía cómo iba a seguir la mía. Pero la flaca me contestó que estábamos juntos en esto. Es muy valioso su trabajo, porque me cuida y me asiste”, resalta.

Quien debió manejarse con mayor prudencia fue Darío Perezlindo, policía rosarino de 49 años, al apoyarse en la fraternidad de sus pares para saltear el ojo vigilante de la institución. “Me tuve que quedar callado, porque si presentaba un certificado de discapacidad me iban a querer jubilar”, explica apoyándose en la seguridad propia de quien se retiró en abril pasado tras cumplir los 25 años de servicio.
Sus dolores comenzaron sobre la espalda, unos meses antes del inicio de la pandemia de coronavirus. La cuarentena, de hecho, le postergó una operación infructuosa. Se estaba realizando una electromiografía cuando la médica de turno le recomendó consultar a un neurólogo: “Me parece que usted tiene otro problema”, le dijo. Lo derivaron a Esteban Calabrese, el profesional que le diagnosticó Pompe.
—Fue muy sincero. Me planteó que podía levantarme e irme, pero que me iba a afectar la movilidad y que tarde o temprano me iba a alterar el diafragma. Obviamente le dije “vamos a darle pelea”. “Perfecto”, me contestó, “ahora a prepararse para luchar contra la obra social y después vamos por la enfermedad”.
Un poco de necesaria info
Hay dos tipos de medicamentos aprobados en nuestro país para tratar el Pompe: la alglucosidasa alfa y la avalglucosidasa alfa, siendo esta última una versión más reciente y eficaz para disolver el glucógeno provocando una mejora de las funciones musculares, motoras y cardiovasculares.
Y pese a que Argentina tiene una industria farmacéutica estratégica, con 354 laboratorios y 234 plantas industriales, estos medicamentos son importados. Por eso son carísimos, con precios que rondan los 2,8 y 3,2 millones de pesos por ampolla. Esto porque el monopolio otorgado a las farmacéuticas, a través de patentes, le permite a unas pocas firmas extranjeras establecer precios sin regulación efectiva durante plazos que llegan a los 20 años.
Siendo que una persona de 70 kilos necesita 14 viales cada 15 días, aquí es donde suele entrar la obra social con la obligación legal de costear todo el tratamiento. Pero no importa si es pública o privada, pequeña o de renombre: por más cobertura social que se tenga, todo paciente con una enfermedad rara deberá agregar un abogado a la larga lista de nuevos profesionales por visitar. Por negarse a costear el tratamiento, el amparo judicial contra la obra social para recibir la medicación en tiempo y forma se vuelve tan necesario como hacer fisioterapia, kinesiología, terapia o cambiar los hábitos de nutrición.
Ellas saben que son casos perdidos, pero les ayuda a ganar tiempo. Sin información oficial sobre la cantidad de juicios iniciados contra las obras sociales, puede no obstante hacerse una idea a partir de los miles de casos atestiguados por la Defensoría Pública, donde se señala que entre 2017 y 2023 se presentaron 19.545 amparos, 3396 registrados en ese último año.
Asimismo, un estudio sobre 405 amparos, en su mayoría provenientes del Ministerio de Salud nacional, señala que ocho de cada diez amparos se inician por el rechazo a la provisión del medicamento por parte de la cobertura de salud. Y que, de los casos con sentencia definitiva, nueve de cada diez tiene un fallo a favor del demandante.
Esto tira por la borda la teoría de que los reclamos son "aventuras judiciales" o un capricho del paciente. Sin embargo, y a pesar de la tendencia garantista de la justicia, el tiempo promedio desde la solicitud hasta la provisión del medicamento es de 150 días.
—Es un proceso que toma todo su tiempo —confirma Darío, que tiene Iapos—. Entre cinco y seis meses para recibir las ampollas. Por eso, apenas me llega el lote, voy presentando el nuevo amparo para recibir el otro.
Una maraña de estudios enmarañados
Cuando “renunciaron” a Yesica Fita, OSPJTAP le ordenó a Valeria atenderse en el Hospital de Clínicas por el prestigioso neurólogo Carlos Buonanotte, cuya primera recomendación fue que no se medique porque vaya a saber qué le meten a uno en el cuerpo.
—Todo el tiempo me llevaba por el lado del “no te hagas la medicación” —explica Valeria, indignada—. “Te puede pasar algo”, me decía. Yo enseguida sentí que estaba del lado de la obra social y que no podía ser mi médico.
También le provocaba dilaciones en forma de análisis: en menos de un año, Valeria debió realizarse, además del estudio de gota seca, una evaluación de psicomotricidad y de fonoaudiología; un estudio de actividad de alfaglucosidasa y alfa galactosidasa; un electromiograma y velocidad de conducción nerviosa; un estudio genético; dos sesiones semanales de neurokinesiología y fonoaudiología; una sesión semanal de terapia ocupacional y de psicología; kinesioterapia respiratoria; estudio de video deglución; espinografía, espirometría y ecodoppler cardíaco; estudio de laboratorio de creatinfosfoquinasa; resonancia magnética de cuerpo entero; y estudio del sueño, entre otros.
—No te puedo explicar las horas de mi vida que me pasé metida en máquinas, haciéndome esos estudios que ni miraban porque luego me lo volvían a pedir—, sostiene Valeria, mientras piensa en el día en que la dejaron encerrada más de dos horas en un tomógrafo, con claustrofobia y mientras lloraba, sin forma de dar aviso. O en las veces que debió pedir permiso en su trabajo para retirarse o ingresar fuera de horario.

Sin embargo, una vez judicializado el caso, en la demanda se constató que la mayoría de estos estudios eran “superfluos, invasivos, cruentos, dolorosos e innecesarios”. Llevaba la firma de la neuróloga de la obra social, Cecilia Cabanellas, quien además confirmaba el diagnóstico de Pompe planteado por la profesional Fita.
Pese a todos estos tormentos, Valeria se sometió a infusión solo dos veces en su vida y con lotes donados por la ONG Asociación de Pacientes con EPF. Uno de sus donantes involuntarios fue Jorge Fernández, fallecido al poco tiempo de presentarle el grupo. Valeria se apoya mucho en ellos así como en la doctora Marta Medina, su profesional de confianza y jefa del Servicio de Neurología del hospital de Córdoba. Con ella se hizo la primera infusión.
—Me cayó pésimo, estuve como 12 horas internada —confiesa sobre los efectos de revolucionar su cuerpo con una “fuente exógena”—. Las enfermeras no tenían experiencia en este tipo de tratamiento, así que les llevó más tiempo y se nos tapaban los filtros, la bomba sonaba… un espanto. Yo pensaba en el horror de tener que repetirlo cada 14 días. Pero le puse la mejor onda y la enfermera que me tocó era caída del cielo.
Aquel día Valeria volvió a su casa, se bañó y se acostó por 48 horas.
La segunda infusión, en cambio, fue todo lo contrario: “Me hizo re bien. Salí llena de energía, con ganas de hacer cosas. Estaba, no sabes… divina”, manifiesta como sintiéndolo, extrañándolo.
La cadena familiar del Pompe
Carolina Elizabeth Rodríguez, santiagueña de 64 años, lleva siete meses sin someterse a una infusión. El suyo es un caso de familia: la primera diagnosticada fue Silvia Rosa Rodríguez, quien a las puertas de recibir el tratamiento sufrió un aneurisma: debió ser conectada a un respirador de la clínica de rehabilitación en Villa del Parque, Buenos Aires, donde falleció seis años después, el 2 de septiembre de 2014.
—La vida fue muy injusta con ella —evoca Carolina y levanta con sus palabras un altar en honor a su hermana—: Estuvo 13 años buscando un diagnóstico bajo la creencia de que tenía problemas de ciática y de los huesos. Se descompuso justo cuando volvía de visitar al médico, cuando por fin le avisaban que había una medicación para su enfermedad, llamada Pompe. Pasaron 15 o 20 días y se despertó acordándose de todo, muy consciente, pero sin poder volver a casa porque quedó conectada al respirador. Estuvo a 10 días de empezar con la infusión.
El Pompe se hereda cuando hay presencia del gen mutado en ambos padres, en la mayoría de los casos portadores asintomáticos. El riesgo de contraer la enfermedad es del 25% en cada embarazo, lo que explica que se den múltiples casos dentro de una misma familia. Así Carolina descubrió que también tenía Pompe, al igual que otra de sus hermanas, Perla Susana Rodríguez, bonaerense de 58 años.
—A mí me empezaron a medicar en 2010 —señala Carolina, que tiene Pami—. Pero desde febrero que estoy sin recibir la medicación. Me la autorizaron en diciembre por seis meses, pero solo mandaron para dos. La verdad es que me cansé, porque no es la primera vez que me pasa. A veces me la mandan a destiempo y se vence… es un círculo sin fin.
Su último trámite consistió en mandar una carta documento a Pami, quienes respondieron “lo de siempre”: que elevaron el reclamo y que no le contestaban desde la central. Presentaron el amparo y después de un mes el juez se declaró incompetente porque debía presentarse ante un juzgado federal. “¡Pero es un amparo, no un caso de narcotráfico!”, relata indignada Carolina.
Igual le hicieron caso. Mandaron la carta documento al Pami central, quienes finalmente autorizaron la medicación.
Aún no la enviaron.
Un mercado concentrado
Importar las enzimas para tratar el Pompe depende de un ecosistema complejo que combina al sector privado con la supervisión estatal y en donde intervienen, además del paciente y del profesional médico, la obra social, el laboratorio, las gerenciadoras y las droguerías.
El fármaco es producido por la compañía biofarmacéutica europea Sanofi a través de su filial estadounidense Genzyme, y se vende como un polvo que se licúa (se “reconstituye”) para su administración intravenosa. En el mercado argentino, la gestión comercial y corporativa está a cargo de Sanofi-Aventis Argentina S.A.
Por ser un medicamento de alto costo y requerir exigentes requisitos de conservación, incluida la cadena de frío (entre 2ºC y 8ºC), su distribución requiere de un modelo de alta complejidad realizado por droguerías especializadas, un mercado concentrado cuyas principales firmas son Droguería del Sud (con el 24,5% del mercado), Suizo Argentina, Monroe, Disval, Barracas.
Carolina asegura que hasta hace unos años recibía las enzimas “directamente del laboratorio” y que “si Pami no compraba a tiempo, mandaban igual la medicación y luego se lo descontaban”. Por eso no duda en depositar la responsabilidad sobre las droguerías. Lo mismo le sucede a Darío, quien lleva meses esperando respuestas de la firma que, casualmente, los atiende a ambos: la Suizo Argentina.
—Acá estamos, a la espera de que se normalice todo—, dice el policía rosarino consciente de que las demoras se agudizaron tras el escándalo de las presuntas coimas en la Andis.
También de coyuntura es el laberinto sin salida que le propuso a Carlos su prepaga, Medicus, luego de que intentara acceder al programa nacional lanzado por el presidente Javier Milei para terminar con las triangulaciones.
Carlos tenía esa obra social por ser una alternativa a la que le correspondía como trabajador de Shell, y su intención era titularizar para que los aportes vayan directo a sus arcas. Lo hizo por recomendación de su abogada, dado que no hay certezas de que la multinacional (y su obra social) siga en el país y por acercarse la edad jubilatoria.
Pero Medicus no sólo no aceptó recibir los aportes, sino que tampoco reconoció su antigüedad como asociado a un plan corporativo. Como consecuencia, hace tres meses que está sin cobertura y no se somete a una infusión. Algo raro, si se considera que fue uno de los primeros pacientes del país y, amparo mediante, nunca tuvo mayores problemas.
Una muestra concreta de cómo, con tantos años de experiencia en la materia, hoy Carlos se encuentra en la misma situación que Carolina, Darío e incluso Valeria, quien aún no ganó su primer amparo ni recibió enzimas por parte de su obra social.
—El dolor ya forma parte de mí: lo siento sobre todo en la parte baja de la espalda y en la cintura, y me doy cuenta de que estoy mucho peor de que cuando recibía la medicación—, afirma esta última, y con su voz resuenan la de todos: es un testimonio certero de cómo la salud se les deteriora mientras esperan por una respuesta de la burocracia sanitaria y judicial.



Que grande gus, excelente informe para contar las historias de las personas con esta enfermedad