Los visitantes 5: Camisas rojas, banderas negras

Giuseppe Garibaldi
Giuseppe Garibaldi.

La picadura no fue en el pie sino en el cuello, tampoco fue de víbora sino de bala, Horacio Quiroga no había nacido todavía y el corsario que agonizaba a la deriva en las aguas del Paraná, todavía no era uno de los hombres más mitológicos del siglo XIX: “Herido mortalmente, no teniendo a bordo quien poseyese el menor conocimiento geográfico, mandé buscar la carta, y con mucha dificultad, pues tenía la vista cubierta con un velo que me parecía el de la muerte, indiqué con el dedo Santa Fe, el río Paraná”. Escribió Giuseppe Garibaldi: militar, guerrillero, mercenario, dictador, marinero, masón, profesor de matemáticas, obrero, vendedor de pastas, fabricante de velas, diputado, escritor, albañil y bombero.

Había nacido en 1807, su padre quiso que fuera abogado o sacerdote, pero el pequeño Peppino solo miraba el mar. A los 16 zarpó de su Niza natal como marino mercante y en los siguientes diez años llegaría a ser Capitán, pero ya tenía otro destino, en aquellos viajes había conocido para siempre las ideas republicanas de Mazzini y las socialistas de Saint Simon.

Se alistó en la marina de Sarda para conducir un motín republicano en el Piamonte, la rebelión fracasó y fue sentenciado a muerte por traición, pero para entonces había tenido la precaución de escapar a Brasil, en busca de otros italianos.

Como a pedir suyo, Rio Grande do Sul lo esperaba con una rebelión contra Pedro II. Giussepe María ya conocía lo principal del oficio de pirata por haber sido atacado en tiempos de marinero, así que, en un barco pesquero, al mando de doce hombres, se dedicó a saquear barcos portugueses y a liberar esclavos entre los años 36 y 38. “Con una garopera desafiamos a un imperio y hacemos ondear la bandera de la libertad sobre estos mares”.

Giuseppe no llegó a Santa Fe, pero sí su nombre y fama. Lina Beck, en su libro, le dedica un apartado “Recuerdos de Garibaldi”, donde deja ver su fascinación por el “único caballero del siglo XIX”, a quien los soldados que pelearon a su lado idolatran como a un santo. Cuenta también que uno de ellos, prisionero y condenado a muerte por Urquiza, camino a su ejecución, repartió las monedas que tenía entre “algunas pobres gentes” para que lo acompañaran y, al momento en que cayera atravesado por las balas, gritaran: “viva Garibaldi”. Entonces, ante el peligro de que el rumor impidiera el acto, los oficiales apuraron el asunto.

Aquel hombre, todavía desconocido, que agonizaba a la deriva en el río, no podía saber que señalar ese punto en el mapa lo salvaría de una muerte inminente, cuyas consecuencias en el devenir de la historia son imposibles de imaginar. Mientras sus hombres remontaban el Paraná en “la Farroupilha” (andrajosa, harapienta), se toparon con la “Pintoresca”, una embarcación de pasajeros que hacía la travesía Gualeguay-Buenos Aires, donde un hacendado rico y masón, al reconocer al herido como camarada, ordenó prestar auxilio y regresar a Gualeguay. Un médico le sacó el proyectil, alojado demasiado cerca de la carótida. Estuvo seis meses internado, otros tanto preso en libertad, y un par más, detenido y torturado en una celda, luego de un escape frustrado. Por pedido de los pobladores, fue liberado y trasladado a Paraná, a instancias del Gobernador Echagüe.

De ahí siguió a hasta Montevideo donde se casó con Anita Ribeiro da Silva, compañera de amores y de armas, se habían conocido en Brasil y tenían un hijo. Intentó una vida civil y pacífica, pero no hubo caso. En 1842, estaba otra vez al mando de una flota y de una armada: La legión italiana, formada mayormente por exiliados, ahora en la llamada Guerra Grande, peleando para el bando de los colorados.

Una leyenda afirma que rechazó una oferta de 30.000 dólares a Rosas, sentenciando que ninguna suma podría comprar su fe en la liberación de los pueblos. Otra evoca al Almirante Brown, quien para muchos le perdonó la vida después de derrotarlo en batalla, definiéndolo como el pirata más generoso que había conocido. También se dice que el restaurador lo llamaba "el pardejón" o "gringo taimado”.

La fama del héroe exiliado, que luchaba por la independencia en Sudamérica se expandía por Europa. La legión italiana no tenía uniforme ni recursos, entonces Garibaldi consiguió unas camisas que se fabricaban para vender a los matarifes y que, además, como no se podían exportar a la argentina por la guerra, estaban más baratas. Las camisas eran rojas y terminaron por nombrar al héroe de los dos mundos y a los suyos: Los camisas rojas se multiplicarían hasta el siglo siguiente, en distintos países y luchas de liberación de los oprimidos.

La bandera que flameaban era negra, de luto, por Italia. Tenía sobre relieve un volcán en erupción, por el Vesubio y por las revoluciones que pronto estallarían en el viejo continente, y que, desde luego, esperaban por Giuseppe.

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí