Vecino de barrio Cabal, Bernardino Ariel "Chino" González mamó el boxeo en su familia. Tuvo como oficio el de probador, siempre de visitante, y hoy cuida y forma a sus pupilos como entrenador. Medio centenar de jóvenes hacen guantes con él en su gimnasio de Barranquitas.

—De gimnasios como estos salen los campeones del mundo—, afirma Bernardino Ariel "Chino" González y con la palma de la mano abarca la extensión de diez por cinco metros que reúne a una quincena de jóvenes ejercitando su rutina. Están quienes se vendan entre las dos planchas para levantar pesas, la que salta la soga, quienes le pegan a alguna de las nueves bolsas, estratégicamente colocadas entre dos vaivenes y una perita, y los que charlan al pedalear sobre las seis bicicletas estáticas ubicadas a un costado, o sentados sobre la rueda de camión para hacer sombra.

Todo, elementos y personas, forman una particular armonía donde el espacio reducido suele ser una característica del lugar, más no un contratiempo. También hay un cuadrilátero. Está ubicado en uno de los extremos y en su interior dos boxeadores amateur se debaten en un sparring. Lo dejan todo sin dejar de cuidarse. Reciben, se “sacan” el golpe pasándose el guante por la zona golpeada de la cara, y contraatacan.

—Este fin de semana pelean—, comenta González, el Chino, y acto seguido le pide a uno de ellos que no se deje comer el cuadrilátero. Alto, flaco, atlético y siempre bien peinado, es un entrenador calmo y de hablar sincero. “¡Avanzale vos!”, le aconseja a uno de ellos. Incluso al gritar impone una calma paterna.

Estamos en su gimnasio, ubicado en una especie de balcón interno del salón de actividades de la vecinal de Barranquitas. Es un galpón en cuyo piso se despliega un amplio campo de futsal, con dos arcos móviles pintados con los colores de Argentina, y que por la tarde suele oficiar de pista para el patín artístico. En uno de sus extremos hay un escenario y en el otro —en el de la entrada— se apilan una serie de oficinas, un baño para el personal y la sala donde se entrena sipalki-do. Sobre un costado de la cancha no hay más que pared y sobre el otro hay dos baños, distinguidos por género, una oficina amplia y una salida a un patiecito interno. Por encima de todo esto, el sobrepiso destinado al boxeo. Es el lugar donde el Chino afirma ser feliz.

—Tiene que pasar algo muy grave para que yo falte a dar clases—, afirma el profesor, de 45 años, para demostrar hasta qué punto su vida gira en torno a un cuadrilátero.

Oriundo de barrio Cabal, su abuelo fue boxeador, Enrique Sánchez, también lo fue su padre, Raúl González. Creció viéndolos entrenar en el gimnasio de la vecinal San Martín, casi pegado a Piquete Las Flores, donde luego aprendería los fundamentos del pugilismo.

—Empecé gracias a mi viejo, que al principio boxeaba y después fue preparador físico de Rubén Zamaro y del zurdo (Juan Carlos) Fernández. Yo era chiquito, iba a mirar y me terminé enganchando. Crecí entre bolsas y a los golpes—, cuenta el Chino.

Se define como un “boxeador nato”, algo estilista y que atiende la máxima de golpear sin ser golpeado. Subió por primera vez a un ring a los 14 años y para los 21 ya lo hacía en terreno rentado. De su etapa amateur recuerda haber ganado el campeonato santafesino organizado por el tradicional gimnasio Olimpia (actual Olimboxing) de Osvaldo Salami. En cuanto al profesional —desarrollado entre 2004 y 2014—, sabe que su récord de 3-31-3 no le hace justicia. “Un mal acompañamiento”, al inicio de su carrera, lo condenó a ser un púgil dedicado a recorrer el país como prueba de fuego de las jóvenes promesas.

Su debut fue nada menos que ante Lucas Matthysse, campeón mundial en 2018 y de profusa carrera en Estados Unidos. Este último era por entonces un joven con dos peleas ganadas y se perfilaba para ser la gran figura que terminaría enfrentando a Zab Judah, Danny Garcia y Manny Pacquiao, entre otros. Traspolado a la arena local, el curriculum del Chino también registra boxeadores insertos en la memoria colectiva del deporte de los puños. Además de Matthysse, su séptima pelea fue con Carlos Abregu, con quien sufrió una de sus tres derrotas por nocaut. También enfrentó a Walter Crucce y a Marcelo Cóceres, a quienes les forzó las tarjetas.

—Tengo muchas peleas perdidas, pero la mayoría no me las sacaron en el ring sino por los jurados—, comenta el Chino para resaltar que perder solo tres por nocaut, sobre un total de 31 derrotas, es un gran mérito para alguien que hizo toda su carrera de visitante.

Darío D. Roldán empató con Bernardino González (izquierda) en San Francisco.

Debieron pasar 24 peleas para que el Chino por fin se presentase en Santa Fe. Fue el 23 de septiembre de 2011 en el club Gimnasia y Esgrima de Ciudadela, donde perdió por decisión mayoritaria ante Pablo Martín Roldán. Antes había peleado una vez en Totoras, dos en San Genaro Norte, una en Fray Luis Beltran, una en Gálvez y otra en Rosario. Las demás fueron en otras provincias, incluida la vecina ciudad de Paraná. Luego pelearía dos veces más en Rosario y una en San Carlos Centro, y se subiría a rings de las provincias de Córdoba, Buenos Aires, Santiago del Estero, La Pampa, San Luis, Salta, Misiones, y Chubut, pero nunca más en su ciudad natal.

—Fui un buen probador, como se dice en nuestro ámbito, porque nunca fui a tirarme —sostiene el Chino—. Siempre lo dejé todo. Sabía que para ganar dependía de algo más que del propio mérito. Uno va a la casa del favorito a pillarlo. Se está siempre en contra de los jurados, que por lo general son de ahí. Tengo un récord bajo, pero algo mentiroso.

La primera victoria del Chino llegó en su pelea número 11. Fue en San Isidro y en la revancha ante Claudio Fernández, con quien venía de perder por descalificación en esa misma ciudad. A la pelea siguiente (la 12) volvería a alzar la mano, si única victoria por nocaut. Su víctima fue Fernando Battaglia, un joven de San Genaro que venía de racha (con récord 6-1-1) y con una prometedora carrera que luego no terminaría por ajustar. Aquella noche el Chino tuvo su primera y única función a 10 rounds, pero nunca nadó en aguas tan profundas porque necesitó solo dos para tumbarlo.

Era consciente de que su carrera estaba destinada a bolsas reducidas, porque las pagas de los probadores son menores a la de los boxeadores estelares. “Lamentablemente quien sube al ring cobra la mitad o tres veces menos de lo que se pacta, porque antes suele pasar por el manager y el promotor”, afirma.

Por eso el Chino remarca que, además de condiciones, todo boxeador profesional necesita a alguien que lo acompañe y le lleve bien la carrera.

—Me hubiese gustado tener la mente de ahora, que trato de tener todo en la cabeza como si fuese una calculadora. Me haría la carrera personalmente. Pero antes era joven y lo único que quería era subir al ring y pelear—, se confiesa.

La ilusión de ser campeón

—De boxear extraño las concentraciones y los viajes que me permitieron conocer casi toda la Argentina—, afirma el Chino, que creció y vivió toda su vida en barrio Cabal, una zona que considera “muy linda” y donde se compró la casa.

Su infancia fue tranquila y le enseñó a vivir con humildad. “Siempre la tengo presente”, remarca. Boxeador por herencia, su ídolo deportivo es Carlos Monzón. Lo vió una vez, durante la década del 90, cuando el Gigante Argentino se acercó al gimnasio para ver a uno de sus pupilos, Fernando “Batman” Vera.

A quien vio más seguido fue al emblemático Amílcar Brusa, con quien guarda el honor de haber entrenado “durante cinco o seis peleas”, sobre el final de su carrera.

—Un maestro del que aprendí muchísimo—, dice con el orgullo de quien entrenó en el gimnasio de un integrante del Salón de la Fama, ubicado sobre Primero de Mayo y Junín. Luego trabajaría en el gimnasio de la hija de Brusa, durante 12 años y como profesor, hasta que cerró por la pandemia. “Un hermoso recuerdo”, remarca

Tampoco se olvida de Ángel Fernández, su otro gran entrenador, a quien le concede un respeto igual de grande.

—Compartimos muchos viajes; sigo hablando con él y tengo un gran cariño por el viejo. La verdad que es un tipazo, un flor de entrenador —observa, y completa:— Gracias a personas como él y don Amílcar es que hoy me siento realizado como boxeador y como entrenador, ahora que tengo mis propios pibes.

Sin atreverse a aventurar un número exacto, el Chino entrena diariamente a medio centenar de jóvenes que eligen el boxeo como disciplina profesional o recreativa. A nivel competitivo tiene alrededor de 15, tres de ellos tramitando su licencia para las grandes ligas. También entrena al excampeón argentino de la categoría supergallo, Alexis Sicilia, quien en mayo de 2024 dio un golpe sobre la mesa al arrebatarle la faja de la FAB al por entonces invicto Juan Gabriel Cejas.

—Tengo una buena camada, un buen proyecto de futuro—, afirma el Chino y con visible orgullo recuerda que a Sicilia lo conoció en un semáforo, cierta vez que el joven se le acercó a limpiarle el vidrio.

Es que antes que nada, el boxeo es para el Chino una disciplina de la autosuperación. Su teoría es clara y se la atribuye al propio Brusa: “El boxeo te obliga a ser constante y tener una vida sana, porque una vez que te subís al ring y te sacan el banquito, quedás solo”, postula. Por eso está convencido de que los grandes campeones salen de gimnasios humildes, donde se ven muchos —demasiados— ejemplos de lucha.

Le basta con repasar a sus pupilos para confirmarlo. A muchos de ellos los reclutó del taller semanal que dicta en Ni un Pibe Menos por la Droga, una organización sociocultural que asiste a chicos en recuperación de consumos problemáticos.

—Es un espacio que representa una parte importante de mi vida, con un grupo de profesionales muy lindo y con las chicas que lo coordinan que son unas guerreras—, remarca.

Es una causa tan seria, para él, que en su gimnasio de Barranquitas y en cada pelea que protagonizan se enarbola la bandera con el logo de la organización. “Trabajar ahí es un gran orgullo y uno intenta aportar desde su experiencia”, afirma, convencido de que el deporte le enseñó a ser quien es: “Yo me cuidaba; no salía ni trasnochaba”, remarca.

Por eso el Chino, que nunca fumó ni tomó, tiene un particular interés en promover el boxeo como un ancla recreativo o existencial del que aferrarse en situaciones límites.

—Cada vez que un pibe viene acá —vuelve a levantar la mirada aprobadora sobre la mecánica actividad de su gimnasio—, viene con el sueño de ser campeón. Yo se que nada es fácil ni hacemos magia, pero se los alimento. Voy a darles siempre esa ilusión, a trabajar para que así sea. Es mi granito de arena. Luego Dios dirá.

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