Resoplido

No es bueno despertar en invierno, entrar de un sacudón en un mundo mucho más nítido y gravitante que el del sueño, casi siempre más hostil. Los primeros segundos son como de tránsito por una frontera llena de niebla y el cajón de calzoncillos y medias es un terreno extraño, en constante dinámica de revoltijo y devastación.

Se despierta con un nombre y algunas imágenes que se mezclan con la información de la orden del día que su cerebro, reiniciado, empieza a recuperar. Su mujer duerme sin roncar. Sale a trabajar y olvida en el camino.

(Lo vi morir. Lo vi volar a través del alambrado por sobre la pared del polideportivo, antes se escuchó la frenada, corrimos hasta ahí, estaba tirado boca arriba en el asfalto y estoy seguro que con una mano se tocó el muslo. Después lo subieron a un auto.

Habíamos sido compañeros de jardín de infantes y preescolar, estábamos en 4to grado y empezamos a tener educación física en el poli de la Costanera. Yo me quedé después de clase a esperar a dos amigos que hacían en el turno siguiente. Esteban no hacía gimnasia. Cuando íbamos al jardín solo jugaba con las nenas y se le permitían estar en el sector de las muñecas, lo cual no era un problema para nadie.

Me acuerdo que charlamos, al costado de la canchita de cemento, sentados en los restos de un aro de básquet. No sé de qué charlaría uno a esa edad. Cuando terminó la clase el profesor pidió que tuvieran mucho cuidado al cruzar la calle. Esteban subió a su bicicleta, me saludó y se fue para la Costanera. A los pocos segundos lo vi volar, lo vi morir.)

En el camino de regreso el nombre vuelve, rebota un poco, se va y al rato vuelve y pasa como un viento. Recuerda un artículo que leyó hace poco sobre la memoria de los cangrejos, era largo y aburrido y no le quedó muy claro qué decía. Respira hondo al ritmo de sus pasos, el frío se le pega en todo el cuerpo, la calle es de arena, está oscura, un farol a doscientos metros hace un efecto visual de túnel con salida.

Llega a su casa, su mujer está en silencio, se levanta a preparar mate. Él quiere decirle algo pero no se le ocurre qué, repasa el día y le parece un resoplido del que no puede extraer ningún relato, ni noticia, ni tema de conversación fáctica.

Hay un libro sobre la mesa, pasa las hojas sin leer, encuentra una frase subrayada “las lágrimas son la única forma de comunicación”, piensa tres palabras, sin saber por qué, rústico y difuso, repite en su cabeza, rústico y difuso, otra vez ese viento, rústico y difuso.

Se saca los zapatos y pone los pies junto a la estufa, su mujer vuelve con el mate y sonríe, levemente. Él le acaricia la mejilla y prende el televisor. Su perra lo mira como si tratara de decirle algo.

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