Azul

En algún momento de la conversación, las personan tienen que declarar su color preferido. Dentro de las cosas que pueden declarar –sus prejuicios, sus odios, sus creencias religiosas– los colores son algo tan inocente. “A mí me encanta el verde fucsia”, decía una amiga de mi hermana nombrando eso que confundía con el “verde manzana”, ese color chillón que en algún momento estuvo de moda en las cocinas o las piezas de los departamentos.

Me interesa el azul. En su Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, M. Baxandall habla de la importancia del azul o ultramarino, muy especial en la pintura de la época: “después del oro y de la plata, el ultramarino era el color más caro y de más difícil empleo de los que usaba el pintor. Había graduaciones más baratas y costosas, y hasta asimismo sustitutos aún más económicos, generalmente mencionados como azul alemán (…) Para evitar ser engañados con los azules, los clientes especificaban ultramarino”, ese color único hecho de lapislázuli molido traído desde Oriente.

Es increíble que algo como el azul haya hecho sufrir a algunos. En sus memorias, Emilio Pettoruti habla de la búsqueda incansable de un azul específico para un mosaico. “A punto de suspender el trabajo, quiso la casualidad que pasara una tarde por un gran bazar de vía Larga y viera en una vitrina un jarrón del color azul que buscaba (…) trastornado por la emoción entré al negocio lleno de gente y pedí aquel vaso. El empleado me trajo uno igual y estiró el papel para envolverlo. Vi que el paquete abultaría demasiado, además de ser molesto de llevar, y le pedí que rompiera el jarrón para hacer un paquete chico. El vendedor sonrió con la comisura de los labios y siguió envolviendo. Repetí mi demanda. Molesto por su sonrisa y por la escasa atención que me prestaba, le arrebaté el paquete a medio hacer y lo estrellé contra el mostrador rompiendo su contenido en pedazos. Ahí se armó la gorda. El vendedor abrió los ojos como faroles retrocediendo instintivamente, la gente huyó de mi vecindad; vi a las madres azoradas dirigirse hacia la salida con sus vástagos y avanzar hacia mí al encargado del negocio…”. Los pedazos de ese jarrón forman el vestido de una mujer sentada en un mural que adorna desde hace décadas uno de los patios de la Universidad Nacional de La Plata.

Una vez, mi mamá, que sabía poco sobre historia del arte, decidió pintar todos los muebles de la pieza que compartíamos con mi hermana de color azul. Una biblioteca chica de madera, las camas, una silla: todo de sintético azul. Era un color artificial pero tranquilizador. Compró unos acolchados a cuadros azules y para rematar su intervención artística, dibujó sobre un cuadro completamente azul una enorme flor blanca. El dibujo era tosco y horrible, pero mi mamá había logrado, con poca plata, darnos una pieza nueva. Nos despertábamos en un lugar diferente. Años más tarde, ya adolescentes, pegamos el afiche de un grupo musical sobre ese cuadro, y años después lo tiramos a la basura.

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