Entre el fin y el comienzo del comunismo

Por Luciano Alonso (*)

Según un viejo chiste ruso, en plena apertura tras la muerte de Stalin su sucesor Nikita Krushev da un discurso y dice: “Camaradas: en el horizonte se avizora el comunismo”. Un obrero le pregunta: “¿Qué es el horizonte, camarada Krushev?” y éste le responde “Buscalo en el diccionario”. Al volver a casa el obrero revisa el diccionario y encuentra: “Horizonte: línea imaginaria que separa el cielo de la tierra y que se aleja a medida que nos acercamos a ella”.

Esa anécdota fantástica resume tanto la realidad de los estados comunistas del siglo XX como las perspectivas de que la palabra “comunismo” siga proponiendo algo. Veinte años después de la desestructuración del bloque soviético y de la caída de los regímenes de partido único en Europa centro-oriental –prolegómenos de la desarticulación de la propia URSS en los dos años siguientes– la experiencia comunista sigue pesando como el más tremendo lastre sobre todas las posibilidades de pensar sociedades post-capitalistas. ¿Es que la “caída del Muro de Berlín” produjo un mundo unidimensional, inevitablemente capitalista? ¿Es que eso que se cayó era al menos una imagen de la sociedad emancipada, del “verdadero reino de la libertad” del que hablaban los fundadores del marxismo? ¿Es que el comunismo como concepto está vinculado necesariamente a las nociones de control totalitario y administración estatal? Los discursos neoliberales y neoconservadores convalidan con una respuesta positiva a todas esas preguntas, en una continuidad lógica con los enunciados “occidentales y cristianos” de la Guerra Fría. Pensar una alternativa a ese discurso dominante, instalado en los cerebros como un sentido común ineludible, supone construir colectivamente una verdad más ajustada a lo acontecido, menos arbitraria y al mismo tiempo abierta al futuro.

La caída del comunismo como proyecto social no se produjo el 9 de noviembre de 1989. Tampoco se puede fechar en el fallido experimento de apertura política y reforma económica de Mikhail Gorbachov en 1985-1991. En rigor, el proyecto comunista se perdió en algún momento impreciso de la historia rusa y sólo esporádicamente asomó en otras experiencias revolucionarias. Quizá murió en 1918 cuando los bolcheviques anularon la Asamblea Constituyente en la que tenían mayoría los social-revolucionarios. O cuando en 1921 el Ejército Rojo reprimió el levantamiento de los marinos de Kronstadt, que pretendían construir un poder popular que llevara más lejos la propia revolución. O hacia 1925-1929 con la estructuración de las formas de dominación que se conocerían como estalinismo. O incluso cuando la “revolución desde arriba” de Stalin impuso el terror sobre los mismos miembros del partido, afianzó el modelo totalitario y provocó un genocidio en regiones como Ucrania.

En un punto de ese proceso los imperativos de la lucha contra la reacción y las agresiones exteriores dieron paso a la construcción de una sociedad que podemos llamar de distintas maneras (comunista, soviética, socialista burocrática, etc.) pero que fue la antítesis de una democracia de productores y consumidores libremente asociados y colectivamente organizados. Sólo fenómenos monstruosos como la crisis capitalista de 1930 y la posibilidad cierta de la dominación mundial capitalista-totalitaria encarnada en el nazismo alemán y en el fascismo japonés pudieron ocultar esa patente discrepancia. Eso, unido a la ceguera de muchos militantes e intelectuales, a la hipocresía de muchos dirigentes y al poder simbólico que emanaba del tremendo sacrificio del pueblo soviético en la Segunda Guerra Mundial. El comunismo como proyecto emancipatorio siempre estaría más allá –y en contra– de la realidad del sistema comunista.

Lo que vino después fue simplemente el rol de la URSS como potencia mundial, en una puja desigual con el capitalismo estadounidense por el control de espacios estratégicos, y el recurso a modelos similares –nunca idénticos– por parte de países en vías de liberación nacional. Si bien la lucha de clases se planteó cada vez más en un escenario mundial, las clases dominantes de los estados comunistas (burocracias o nomenklaturas) jugaron sus propias apuestas a favor de un orden que les garantizara la continuidad en el poder y los beneficios que se derivaban de ello. Ese poder que les facilitaría reconvertirse en prósperos propietarios, gerentes o políticos del nuevo orden capitalista semiperiférico cuando el sistema soviético colapsara. Ya desde mucho antes de 1989 habían aprendido a integrarse de una u otra manera al mundo capitalista, especialmente en el mercado financiero y de materias primas.

En ese marco, la caída del Muro fue simplemente el acontecimiento-símbolo del reordenamiento geopolítico en beneficio de los estados centrales de la economía-mundo, que muestra de la incapacidad de los estados soviéticos para competir en el plano de la concentración de capital. Pero además fue un acontecimiento espectacular en el sentido profundo de la palabra; tanto evento transmitido con un formato mass-mediático como ejemplo de la dominación tecno-estética propia del capitalismo avanzado. Los actores de esa fractura, los que pusieron el cuerpo en las manifestaciones callejeras contra la burocracia alemana oriental y que en su gran mayoría luchaban por un socialismo democrático que no dejara atrás las conquistas sociales que el sistema soviético todavía mantenía, fueron absolutamente invisibilizados. La posibilidad de que la reunificación supusiera un replanteo de las estructuras sociales, económicas y políticas a ambos lados del Muro fue rápidamente enterrada y miles de osties (orientales) entraron a comprar electrodomésticos a Berlín occidental.

Otros actores tuvieron una capacidad de incidencia muy superior a la de las organizaciones populares del este europeo. Sea con la presión económica y militar estadounidense contra el bloque oriental en la era Reagan, sea con el papel de los medios occidentales en lo que Paul Virilio llamó un “golpe de estado comunicacional”, los agentes estatales y empresariales capitalistas manejaron una serie de recursos que facilitaron no sólo la disolución del poder soviético sino también la construcción de identidades favorables a sus proyectos de dominación. Quizás pequemos de puro chovinismo futbolero, pero esos poderes se verían hasta en la derrota argentina en la final del Mundial de 1990. En una mezcla de azares y condicionamientos, el absurdo penal cobrado por el árbitro Edgardo Codesal condensó el carácter espectacular de un proceso que representaba para Alemania la reunificación nacional bajo el modelo capitalista neoliberal. Luego, la “globalización” como realidad de la mundialización del capital y como proyecto político de las clases dominantes de los países centrales se impuso con un totalitarismo mil veces más efectivo, por lo sutil, que las brutalidades de las dictaduras comunistas.

El comunismo como modo de dominación no terminó con la caída del Muro ni con la división de la URSS en un mosaico de estados tercermundistas, entre los que destaca la aún impresionante potencia rusa. Continúa con formas muy diferentes en países marginales como Cuba y Corea del Norte y, sobre todo, como estructura de poder que facilita el desarrollo capitalista en China. Pero en tanto proyecto emancipatorio, como intento de que la humanidad asuma el control de su propio destino y de que los beneficios del desarrollo alcanzado lleguen a la totalidad de los seres humanos, y no sólo a unos pocos, las formas que adoptó el comunismo en el siglo XX ya no pueden entusiasmar a nadie que tenga un mínimo de juicio crítico. ¿Significa eso que el contenido sustantivo de la idea comunista debe abandonarse definitivamente?

Otra vez, repensar la historia es posible si partimos de la negación de las figuras ideológicas dominantes. Como lo plantea un autor formado en el catolicismo y tan poco dado a las verdades “duras” como Gianni Vattimo, la reinvención de la idea comunista aparece como el único camino para la realización de una sociedad justa y realmente democrática. Pensar la posibilidad de una sociedad no-capitalista supone imaginar nuevas formas de lazo social, nuevas experiencias de libertad y equidad, y en ese sentido es importante volver a pensar el comunismo. Lo que podemos significar con el término es algo distinto del cuco propuesto por la derecha, pero también es diferente de las experiencias pasadas. Se trata entonces de pelear por la palabra, de recuperarla para dotar de sentido a otras prácticas.

Probablemente haya que inventar nuevos vocablos para hablar de viejos anhelos. Lo que tienen de bueno términos como “comunista”, “socialista libertario” o “anarquista” es que no pueden ser tan fácilmente expropiados por la dominación espectacular del capitalismo, como otros tantos que ya han perdido toda significación emancipatoria. En todo caso, el comunismo podrá volver a ser un horizonte ya no como promesa incumplida por un modelo totalitario sino como aquello que podemos volver a perseguir, insistentemente, en un proceso siempre inacabado de luchas por una sociedad mejor.

(*) Historiador, docente e investigador de la UNL

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