Familia, amor y dos fotos

Un elemento para pensar un tema: matrimonio y adopción para todos y todas.

Una imagen se mantiene viva desde el tiempo del ñaupa: amarillenta, deteriorada, con una esquina doblada y la otra rota, cuando se escucha la palabra “familia” suele emerger la foto del padre de bigotitos con uniforme de empleado/masa (overall, verde oliva, blanco delantal, trajedeoficinista o lo que fuere) la madre regordeta con el delantal de cocinarylavarlosplatos, la niña y su cabello peinado con dos colitas y el pibe con los cortos y la mediecitas (si quieren, un exceso: pecas y cuaderno para la nena, pelota y pelo revuelto para el niño).

Ya todos sabemos que esa forma de vida varió mucho, pero si pensamos en la normalidad, la foto retorna. Esa es la foto de nuestra familia normal, de la familia de los normales. No es necesario referirse a la presencia del movimiento de gays, lesbianas, travestis, transexuales y bisexuales. No es necesario hablar del efecto al nivel de la especie humana que tuvo y tiene la pastilla anticonceptiva. No es necesario recordar la explosión mediática de la pornografía (habitual y diaria: si gusta de emociones fuertes y voyeurísticas revise el “Historial” de la PC de su casa y desayúnese con la secreta vida erótica de sus cohabitantes, si es que todavía no notó que reunidos a la luz de la hoguera electrónica hoy el niño se descubre mayor con el baile del caño y el adulto se fantasea menor con las animadoras infantiles vedette). No es necesario mencionar la lucha tenaz de los movimientos sociales por los derechos de las mujeres y en contra de la violencia mortal que las aniquila. No es necesario observar el sida y los asesinos que todavía impugnan la utilidad de los profilácticos. No es necesario recordar que el aborto es un hecho cotidiano y totalmente diferenciado por la pertenencia de clase (para la clase A: mosaicos blancos, calefacción, asepsia; para la clase B: la colecta del dinero, el miedo al oprobio, las llamadas secretas para encontrar quién pueda…; para la clase C: las letales agujas de tejer saliendo de la vagina o la espera fútil por la atención hospitalaria de esa misma corporación médica que en privado oculta las operaciones a A y B y que en público afirma que eso es una barbaridad, que no va a consentir que se mate esa “vida por venir”, que el problema es que los negros cogen como conejo). Tampoco hay que irse a los saberes de los especialistas en demografía y urbanismo, que nos indican que un complejo problema actual del diseño y la construcción de la vivienda popular es atender a las variables y flexibles formas de vida familiar existentes.

Con un breve relato, con una didáctica caricatura alcanza para entender algunas líneas que explican por qué esa foto del comienzo ha caducado. Entre las dos guerras mundiales, por primera vez la mujer fue masivamente convocada como trabajadora, en tanto los varones viajaban a los frentes de combate. Tras 1945, el reencuentro de las parejas fue paralelo a una especie de gran alarido de reproducción, extendido hasta mediados de los ‘60 en los países con Estado de Bienestar: se trató del baby boom, un espectacular y sin precedentes crecimiento de la natalidad. Difícil es no vincular a los bebés de entonces con la posterior génesis y formación de una cultura juvenil –exterior al hogar y a las disciplinas pedagógicas para la niñez; cada vez más interior a las ofertas del mercado–, cuyos hitos comenzaron con el rock y la TV masiva, siguieron con las diferentes militancias por la liberación política, espiritual y sexual y devinieron hoy en las capacidades diferenciales de uso y adaptación a la innovación tecnológica. Llegada a la adultez, las generaciones del boom vieron cómo el ajuste del Estado, la reestructuración de los sistemas de producción y el desempleo general fueron los resultados de la forma de gobierno nacida con Reagan y Thatcher (tras 1989) ampliada a todo el mundo bajo el nombre de neoliberalismo. Papá solito ya no paraba más la olla y, además, tenía en casa e inactivos a sus propios padres y a sus hijos en edad de trabajar. Fin de la caricatura. Además de contener al sometimiento de la mujer y a la represión de la voz de los niños y jóvenes, la familia de los normales, la de la foto, es también una imagen occidental de vínculo hogareño ideal y deseable, que fue trazada hace poco menos de 200 años: en un período particular de la historia, de acuerdo a los fines específicos de ese momento y en pos de ser productiva para ese tiempo. Poco había de ella en épocas de reyes y vasallos, cuando para la aristocracia nada había de anormal en los casamientos consanguíneos y cuando los plebeyos convivían en una especie de cúmulo extendido de cuerpos con confuso parentesco. (No hay que irse tan lejos en espacio y tiempo: el centenar de hijos de Urquiza dice mucho sobre qué significaba “familia” en nuestro siglo XIX).

Urbana y nuclear, la familia normal es una tecnología política construida a fuerza de miles de campañas de higiene, de pudor, de buenas costumbres, de miles de libros de lectura infantiles, de miles de miradas religiosas incriminatorias, de miles de exámenes, castigos, sanciones, confesiones, vigilancias, adiestramientos, miedos (sobre todo: ¡cuántos miedos!). Su legitimación radica en postularse como la forma de vida más “sanamente natural”; su construcción fue un formidable esfuerzo cultural de los últimos siglos del capitalismo para ordenar la producción y reproducción de una fuerza de trabajo cuyas características –hoy muy claro está– son obsoletas. La discusión legislativa por la Unión Civil en la provincia ya lleva una dilación de casi dos años a causa de la vergonzosa receptividad de los diputados y senadores de la provincia al poderoso lobby de la Iglesia local (que en todo caso debería cuestionarse y asumir el particular tipo de goce que le proporcionaba el apañar al “Rosadito”). Y, en estos días, el debate nacional sobre el nuevo régimen para el matrimonio y las adopciones parece encontrarse parado en el delgado filo de la posición ambigua de un vicepresidente opositor que actúa como si fuera un senador electo (otra, y otra y otra, vez más).

Si los gays poseen los mismos derechos que los heteros, ¿se disolverá la familia? ¿Peligrará la salud mental de la población? ¿Es que nadie piensa en los niños?, repiten las Maude Flanders de la nación. Recién el 3 de junio de 1987 los matrimonios argentinos pudieron divorciarse. Antes, con la desaforada vehemencia que las caracteriza, todas las fuerzas reaccionarias repitieron excitadas las tres últimas preguntas, respondiendo sí, sí y no. En la actualidad, las mismas voces reiteran las mismas cuestiones, y otras renovadas: la enfermedad para el puto, para el puto el infierno. Erradas, en el pasado y el presente, fueron las viejas predicciones. Si por ese discurso fuera todavía careceríamos del elemental derecho a romper un vínculo y muchísimos más niños seguirían viendo como hecho normal la feroz infelicidad que cunde cuando dos que no se aman siguen obligados al mismo techo. También, carísimo fue el precio pagado toda vez que se consideró a un cuerpo humano enfermo de pecado. ¡Cuánta hoguera, cuánto genocidio, cuánta matanza y cuanta pequeña perversa discriminación tuvo el manto de lo sagrado!

La ubicación del problema: creer que el amor se practica de una sola manera, cuando hay miles de formas de hacerlo. Más aún: creer que sólo una de todas esas maneras es la sola y única válida e impugnar, en el mismo movimiento, a las otras. Domesticarlas, dominarlas, anularlas si es preciso. Usar la violencia –de la espada, de la “cura al enfermo”, de la “enseñanza al desviado”: todas violencias– para defender a la “buena y sana” vida social. Y no es esa forma de amar seca, sofocante, cuando no tenebrosa, sino tantas otras –la de una madre, un padre, ambos, o cualquiera o cuantos sean quienes cumplan con ello, más cerca o más lejos de los mandatos de un Dios– las que diariamente, con su fuerza, hacen felices a los niños. Mientras haya amor, el niño crece. Mientras haya amor, el niño tiene la garantía de que su relación con el mundo no es la de la locura. Ese amor es la misma potencia que hizo que, por ejemplo, bajo el sol de verano de uno de los últimos amargos años de los ’70 una mujer soltera caminase con la alegría en todo el cuerpo por su panza hinchada. Que se paseara contenta, sola por decisión y voluntad, así fuere bajo la recriminación de los más próximos o distantes murmullos sordos de la tantas veces aburrida y conservadora Santa Fe. Con la misma alegría que tenía su hermana, la misma que embargó a la abuela. La alegría que me hizo ser. (¡Mirá má, qué linda esa foto que sacó la tía cuando fuimos al mar!)

Nueva versión de la nota publicada en Pausa #21, publicada en Pausa #56

3 Comentarios

  1. La nota está muy buena.
    Aparte habría que añadir que en este caso, más allá de la discusión social, la decisión del Estado no puede estar interferida por ninguna iglesia.

  2. El amor de tu mamá te hizo "ser", y te trajo al seno de una familia no muy normal...pero desbordante de amores...amores de tías-madres (cuantas!!),tíos, padrinos, abuelas (muchas también)...amores que la acompañaron en esos meses de panza y durante estos treintaypico de años te acompañan a vos. Quiza para que todo ese amor recibido se multiplique, de la forma que elijas, para hacer un mundo mejor.

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