Los rusos que pusieron la carne

De la dvdteca del Cine Club: “Venga y vea” (Elem Klimov, 1985, Unión Soviética), una atípica peli sobre la Segunda Guerra Mundial

Por Donnie Zerbatto
En la producción del Lebensraum, el nazismo tenía absolutamente en claro que la defensa de la sociedad aria sólo era sostenible en la medida en que no hubiese ningún tipo de contacto de hibridización con el otro. Dicho en castizo, ni un espacio común para encontrarte con un débil polaco o un animal eslavo y que te guste estar con él o ella. Incluso, había escalas de contaminación de la descendencia y ascendencia familiar, más intrincadas que sistema familiar de tribu de África u Oceanía, y políticas para los repudiables vástagos producto de la cruza con sangre genéticamente degradada.
El término Lebesraum forma parte nodal de los orígenes de una disciplina teórica compartida por todas las academias –la geopolítica– y significa “espacio vital”. Quien cree que es necesario tenerlo, pone en juego la vida. La propia y la de los otros, los invadidos. Dijo Fito Hitler: “Los alemanes tienen el derecho moral de adquirir territorios ajenos gracias a los cuales se espera atender al crecimiento de la población”.
Estrenada en 1985, Venga y vea, de Elem Klimov, nos enfrenta de modo contundente a cómo el pensamiento sobre qué es la vida de los cuerpos humanos es inseparable de las prácticas, de las acciones que se realizan sobre estos. En este caso, los efectos de la avanzada nazi sobre Bielorrusia, en la cual le prendieron fuego a 628 aldeas rurales con sus habitantes.
No se trata de la charamusca de acción (en los primeros espectaculares y obscenos 20 minutos dedicados al desembarco de Normandía) y romanticismo humanista tragedioso y fofo (en el resto del interminablemente largo film) conque Spielberg sitúa a los aliados en la Segunda Guerra y sintetiza lo peor de la filmografía “bélica” en Rescatando al soldado Ryan (1998). Esa peli en verdad es entertainment cuyos tópicos son la acción shockeante y la american familia, no la guerra. La guerra sirve como justificativo, lo cual es algo levemente banal, sino jodido, excepto que el artilugio se configure con explícita honestidad (algo que la comedia Top Secret, de 1984, o Bastardos sin gloria, tarantineada de 2009, hacen evidente de forma absolutamente clara. No tanto la archirepetida La vida es bella, con la que Roberto Benigni saltó a la megafama en 1997).

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Con una composición fotográfica innovadora (los primeros planos y los planos generales son lecciones de cinematografía), en sus 146 minutos Venga y vea narra con una ordenada serie de secuencias el proceso de la invasión nazi, seguido de la génesis de la respuesta del Ejército Rojo. La historia se lleva a través de los ojos de dos jóvenes campesinos, Fliora y Glascha, que van inscribiendo sobre su piel todos los horrores que los rodean –la pérdida total de sus familias, para empezar– mientras al mismo tiempo se unen, casi como masa, a la gesta soviética de liberación. La relación de él y ella no es estrictamente amorosa, pero posee la luz propia de los gestos de ternura en el medio del más pavoroso infierno.
Un bombardeo en el bosque, una moto nazi con sidecar delirada en el medio del humo caliente de la aldea en llamas, un ajusticiamiento real y simbólico y una marcha final a puro canto de quienes en su tiempo fueron una versión del hombres nuevo son sencillamente imborrables.
OTRA MIRADA. No es usual el visionado de pelis sobre la Segunda Guerra que tengan como protagonista –fuera de los nazis– al ejército soviético. La última más conocida es Enemigo a las puertas (2001), la historia “verídica” del francotirador Vassili Zaitsev, dirigida por Jean-Jacques Annaud y protagonizada por Jude “ojitos” Law, el rudo Ed Harris y esa delicia llamada Rachel Weisz. Venga y vea es producida en pleno Glasnost y se nota: no es una propaganda barata, pero de modo innegable es soviética. Es más, se hizo en conmemoración del 40º aniversario del triunfo comunista sobre los nazis.
NO FALLAN. Con su habitual gestualidad mínima, el señor Guillermo Arch fue quien trasvasó sus saberes haciéndome conocer esta gragea de la filmografía rusa. La dvdteca del Cine Club Santa Fe, en el América, tiene muuuchos títulos y uno a veces se pierde: atrás del mostrador, en la atención, hay calificados sherpas, ideales para escalar ese Everest del séptimo arte. (Si no dejo de escuchar periodistismo deportivistongo creo que todas mis frases van a sonar como esta última).
BUTCHER’S BILL. La imaginería de la industria cultural occidental sitúa a los yanquis como aquellos grandes héroes responsables tanto del fin de la guerra –meta bomba incendiaria y atómica en Japón– como del fin del nazismo, a partir del desembarco en Francia y el avance posterior. Pero hasta el asquerosamente eurocéntrico Eric Hobsbawn, cuasi marxista historiador de la elite universitaria inglesa, señala en sus historias del siglo XX que, al menos, una cosa buena es total responsabilidad de Pepe Stalin: la caída del régimen hitleriano. Sin la defensa de Stalingrado –que tomó 2.000.000 de soldados muertos– y el avance ruso por el frente oriental, a partir de 1943, Europa y Asia quizá serían nazis, o lo habrían sido mayor tiempo. La diferencia de cadáveres es clara: Estados Unidos puso poco más de 200.000; la Unión Soviética más de 20.000.000 (el 13% de su población), de los cuales 13.000.000 fueron soldados. Más o menos, según los diferentes cálculos, representan un tercio o un cuarto de todos los muertos en el conflicto. Los soviéticos ganaron la guerra con la carne disponible.
Publicado en Pausa #64

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