Contra las naranjas de Cézanne

De la risa y la moral cuando al arte se le exige que no
rasgue las certezas.
Por Mari Hechim (*)
“Nadie sabe lo que puede un cuerpo”. B. Spinoza
Hace unos días fuimos informados de que una ONG llamada Red
de Contención contra la violencia de género había solicitado a un canal que se
abstuviera de emitir el sketch “La nena” del programa Poné a Francella, por
considerar que el mismo promueve el abuso de menores. Esta noticia abrió un
debate que tuvo diferentes derivas: de qué se ríe la gente fue una cuestión
interesante. Se decía, a este respecto, que no nos hace reir un chiste de
desaparecidos, pero sí un chiste de Olmedo. Y que sería deseable una sociedad
donde los desvelos de un señor adulto enamorado de una jovencita que lo llevan
a vivir episodios bastante desopilantes, no nos causara ya gracia.
Puestos a imaginarnos cuáles son las obras que promoverían
el mal en nuestra sociedad, se nos ocurrieron varias.
La primera que nos vino a la mente, a todos, ya que de
pedofilia se trata, es Lolita, por lo cual la pasamos así nomás. Tachada.
Se atropellan los recuerdos: los desalmados que toman mate
ignorando la muerte de Rocamadour, que incitan a no tomar en serio el desenlace
de la vida de un bebé. El grupo amoroso en La Intrusa, que promueve el
desatino de vivencias sexuales ilegítimas. El asado de El Entenado, que exalta
un canibalismo que deleitaría a Jeffrey Dahmer. 
Y qué decir de los clásicos. Por fortuna los niños no leen la Divina Comedia,
porque la lectura del Infierno atormentaría de pesadillas sus noches. Antígona,
que glorifica la rebelión contra el Estado. Pasemos por sobre Edipo Rey, tan
obvio. O de todas las obras sobre la saga de la familia de Orestes y Electra,
que glorifican el matricidio. Ni hablar, tampoco, de Shakespeare: ya pinta con
grosería la figura de un judío, ya apuesta por el magnicidio, hace triunfar la
locura de los celos. Y La
Fierecilla Domada!
¿Y por qué Cervantes nos propone que la literatura te puede
enloquecer? Cuando sabemos que mejora la inteligencia, y refina el espíritu.
Cuando Cézanne pinta naranjas, discrimina a los tomates.
Cuando Van Gogh pinta cuervos, discrimina a las palomas.
Cuando Turner pinta el mar, discrimina a las montañas.
Tengo más. Tengo una frase de la web: “Sócrates, por todos
es sabido, era un individuo bastante feo. A Nietzsche le llamaba la atención
que lograra sobreponerse a su propia fisonomía, pues de una naturaleza tan poco
bella, nada ‘bueno’ cabría esperarse”. Y en un parrafito tenemos dos perlas de
inusitado brillo. Una, es obvio, Nietzsche discriminador. La otra es un lugar
común de “nuestra” cultura. La ecuación belleza igual bondad.
Y éste es el verdadero problema.
La belleza no tiene nada que ver con la moral. El lazo entre
el bien, la verdad y la belleza pierde sus orígenes en aquellos griegos. Y en
el transcurso del tiempo, no se deshizo, de tal modo que es hoy un lugar común
de la cultura.
En el prólogo a la tercera edición de El nacimiento de la
tragedia, Nietzsche dice que en su libro es el arte, no la moral, la actividad
propiamente metafísica del hombre; que sólo como fenómeno estético está
justificada la existencia del mundo. Y que la antítesis a esta justificación
estética del mundo es la doctrina cristiana, “la cual es y quiere ser sólo
moral y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios por ejemplo,
relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, es decir, lo niega, lo
reprueba, lo condena”, lo cual es coherente con su odio por el mundo, por la
belleza y la sensualidad, toda vez que proponen que en el cielo encontraremos
“una vida mejor”.
Para Nietzsche, su libro está escrito contra la moral,
levantando una doctrina y una valoración puramente artísticas, anticristianas,
que denominó “dionisíaco”.
“Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se
enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis
enorme, en cuanto a origen y metas… esos dos instintos tan diferentes marchan
uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose
mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar
en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende
un puente la común palabra ‘arte’: hasta que, finalmente, por un milagroso acto
metafísico de la ‘voluntad’ helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese
apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea
de la tragedia ática”. Se trata, entonces, de dos figuras opuestas: una, la de
Apolo, representa el “sosiego solar, bañado en la solemnidad de la bella
apariencia”, es el dios del sueño, del sol, de la luz, es mesurado y sabio; en
cambio, Dionisos es el dios de la embriaguez y el éxtasis, del desorden, de la
desmesura.
“Las fiestas de Dionisos no sólo establecen un pacto entre
los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera
espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales
más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con flores, de
Dionisos. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad
han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre
libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros
báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el
evangelio de la ‘armonía de los mundos’: cantando y bailando manifiéstase el
ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a
andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se
ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da
leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural.
Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación,
ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las
estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de
arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses”.
(No me pude resistir a citar este texto tan bello).
Dionisos viene del Asia, en donde es un tosco culto que
habilita el desenfreno de los instintos inferiores. En Grecia, con el abrazo de
Apolo, que hasta entonces es el dios del arte, se convierte en una festividad
de redención del mundo, pues envuelve a Dionisos en el “más delicado de los
tejidos”. Y ambos se potencian mutuamente: mientras más crece el espíritu
apolíneo, más libremente se desarrolla Dionisos; “al mismo tiempo que el
primero llegaba a la visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en
la época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los
horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento más íntimo
de la naturaleza, el hecho de que la ‘voluntad’ hila en y por encima de todas
las apariencias”.
Apolo salva a Dionisos de su “desgarramiento asiático”.
Y toda esta bondad se ciñe en la tragedia y se termina con
Sócrates y con Eurípides. La tragedia dará lugar al diálogo platónico. De allí
en más, el espíritu dionisíaco permanecerá obliterado por el triunfo de la
razón, que ofrece luz para oscurecer el absurdo, el verdadero horror de la
existencia, de la culpa, del destino.
¿Quedó allí, promediando el siglo XIX, esta concepción
todavía extraña, del arte –y del mundo? ¿Hubo reverberaciones en nuestros
siglos de esta percepción que exalta la unión del equilibrio y la desmesura
como lo auténticamente artístico? Quizá se volvió más nítida la frontera que
separa la belleza de lo bueno. Supongo que restalla en la inflexión que se
impuso al mundo “después de Auschwitz”, donde la razón mostró su naufragio y
advinó otra manera de hacer arte.
En nuestra época, las teorizaciones de Deleuze y Guattari
nos recuerdan, quizá con palidez, la ferocidad de Nietzsche. En este momento
recuerdo la cita que hacen de D. H. Lawrence, quien afirma que los hombres
crean incesantemente paraguas para resguardarse de la intemperie, y que son los
artistas los que rasgan los paraguas para permitir que un poco de caos ventoso,
nos alcance. Los paraguas de Apolo, el caos de Dionisos.
(*) Licenciada en Letras y docente de la UNL.
Publicada en Pausa #113, miércoles 15 de mayo de 2013

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