El arma junto a las carpetas

Equipos poco visibles, propuestas reactivas desatentas a
contextos de antiguo abandono profundo y la crónica policial: la violencia
escolar se agita en la arena pública.
Por Milagros Argenti
“Tras un aviso a la central de emergencias 911, agentes del
Destacamento 4to acudieron a una escuela situada en adyacencias de Presidente
Perón y Salvador Caputto, frente al parque Garay, porque recibieron la
información por parte de docentes del mencionado establecimiento educativo de
que, dentro del mismo, podría haber un arma de fuego. Ante esta situación, los
funcionarios intervinientes inspeccionaron una de las aulas y secuestraron un
revólver calibre 32 con numeración suprimida y tres objetos punzantes, tipo
chuzas. A raíz de ello, trasladaron a la Seccional 4ta a un joven de 17 años, dos de 15 y
una adolescente de 15 años de edad”. Tal era la información en el parte de
prensa de la Unidad
Regional I del 3 de septiembre, con respecto a lo ocurrido el
día anterior en la escuela Constituyentes.
El hecho conmocionó al público y reavivó los ataques de los
lugar-comuneros de siempre contra cierto sector de la juventud. También
despertó reflexiones de interés.  
Reacción versus acción
A horas de conocido el suceso, la ministra de Educación
Claudia Balagué anunció la elaboración de un “protocolo de intervención”
tendiente a que directivos y docentes sepan “qué hacer ante el hallazgo de un
arma o de sustancias peligrosas en las escuelas”. Para Ana María Salgado, por
20 años autoridad de la
Monseñor Zaspe de barrio Santa Rosa de Lima, la solución
ministerial tiene gusto a poco. “Siempre corremos detrás del suceso. Eso es
‘protocolizar’. Hay que ponerse a pensar no solamente para reaccionar, sino ver
qué hacemos con los alumnos para que tengan en su propio ADN la defensa de la
institución escolar. Y hay que empezar a decir que la inseguridad tiene que ver
con las condiciones de vida de nuestros chicos. Con no tener iluminación en la
calle ni asfalto, y las cloacas llenas de agua podrida. Están inmersos en un
mundo donde la violencia se verifica en todos lados”. Liliana Fassanelli,
integrante del Foro de la
Infancia de la
Ciudad de Santa Fe, coincide: “estas manifestaciones se dan
en el barrio, en el club, en los bares donde los adolescentes concurren. La
escuela no es ajena”. “El Estado tiene que coordinar programas de prevención,
con la participación de la comunidad”, agrega. “La escuela debe seguir siendo
el ámbito de aprendizajes saludables, que tiendan a mejorar las condiciones
existentes. No es sólo un lugar de conocimiento, es una productora de
subjetividad. Tiene que ser formadora de ciudadanos libres y nosotros como
docentes tenemos que asumir esa responsabilidad”, reconoce. Y reclama: “hace
mucho que nos sentimos desprotegidos. Tenemos la Ley de Financiamiento Educativo y la de Educación
Nacional, que habla de la formación de gabinetes interdisciplinarios, de la
articulación intersectorial con todas las áreas gubernamentales y de la
atención psicológica y psicopedagógica de los jóvenes que la necesiten. Pues
bien, estas normativas no se cumplen”.
Ana María Salgado, referente de la educación en las situaciones mayor complejidad social.
Sin embargo, cada vez que surgen situaciones como la
ocurrida en la
Constituyentes, desde la cartera educativa provincial se hace
alusión a gabinetes como los que pide Fassanelli, como si estuvieran en plena
marcha. Esta no fue la excepción: “nosotros siempre estamos presentes con
nuestros equipos socioeducativos, que están tomando el tema y sobre todo el
trabajo posterior, de diálogo con la familia y con los menores involucrados”,
afirmó Balagué ante la prensa. La representante del Foro de la Infancia insiste en que
esos equipos no son visibles. Lo que sí sucede es que ciertos funcionarios,
junto a profesionales de diversas áreas, aparecen espasmódicamente, ante las contingencias
desafortunadas. Por lo demás, el 26 de julio pasado el gobernador Antonio
Bonfatti presentó el programa Lazos, “diseñado a partir de la conformación de
consejos escolares para dar respuesta a las situaciones de violencia y para
abordar la problemática de las adicciones en el ámbito escolar”. Esos consejos,
se informó oficialmente, “estarán integrados por directivos, docentes,
preceptores, padres, alumnos y referentes barriales”. El anuncio fue bien
recibido por los actores involucrados, pero obliga a preguntarse qué acciones
concretas desarrollan y quiénes conforman, entonces, los equipos que reiterada
e históricamente refieren las autoridades. 
Arte y libertad
“¿Alguien puede pensar que uno va armado a un lugar que ama,
del que se apropió?”, se pregunta en voz alta Salgado. “No hablo de esta
situación en particular. Lo que quiero decir es que la escuela es uno de los
últimos bastiones de resistencia. Es donde uno puede ejercer la verdadera
libertad”.
—Pero los alumnos, ¿lo estarán sintiendo así?
—Precisamente ese es el punto… Si el discurso dice que podés
pero las herramientas quedan fuera de la posibilidad de los jóvenes,
indudablemente hay que ponerse a pensar en las prácticas escolares y en las de
aquellos que conducen el sistema educativo. Y esto es tarea de todos: poderes
del Estado, Justicia, policía, hombres y mujeres comunes –opina, para luego
detenerse a contemplar el contexto de la entrevista (el Parque Juan de Garay) y
soñar despierta–: miremos el lugar en el que estamos. Un espacio hermosísimo.
Esto tiene que estar lleno de vida para nuestros chicos: de tambores, de murga,
de teatro, de danza. Las escuelas tienen que estar abiertas el día entero. Pero
para eso la reflexión tiene que ser de todos.
Sus palabras no son errantes. Luego de la inundación de 2003
Salgado, junto a la comunidad de la Monseñor Zaspe, pusieron en funcionamiento un
proyecto institucional de jornada completa, cuyo hilo conductor era el arte.
“De lunes a sábado de 7 a 20 los chicos desarrollaban sus talleres, sus aprendizajes,
sus enojos, y las situaciones de agresión que había en la calle o entre las
familias no se reproducían dentro de la escuela. Podían pelearse… ¡vaya por
Dios que lo han hecho! Pero no se reflejaba lo de afuera”, cuenta. Comprende, y
pide ocuparse de los afectados por la violencia (docentes, directivos, vecinos,
alumnos, padres), y de las realidades particulares de quienes generan esa
violencia (los protagonistas de esos episodios y sus familias). Pero sobre todo
exige trabajar seriamente “en el antes. Basta de lugares ‘de contención’. Los
chicos no son un rebaño a cercar. Deben sentirse partícipes y propositores”. El
camino requiere “recuperar el valor de la palabra. Hablar mucho con ellos,
conversar, aún en el momento de mayor disgusto. Hay que tener la capacidad de
hacer un parate y ver qué nos está pasando”.
—Pero en el momento de la agresión, ¿Usted qué hacía?
—El abrazo fuerte, para que se termine. Tratar de
intermediar con el diálogo y hasta físicamente, poniéndose en medio de la
gresca.
—Recibió varias piñas.
—Y, alguna que otra recibí, sí. 
Pero poco le importó, evidentemente. Parece que los
resultados del diálogo, del trabajo, del enfoque acertado, tarde o temprano,
llegan. Las satisfacciones, aunque pocas, también. Sin mediar pausa, relata:
“una vez viene un chico y saca una faca de su manga. Tenía 40 cm, fácilmente.
Me dice: ‘se la quiero dejar a Usted para evitar tener que usarla’. ‘Tener que
usarla’ era en su propia casa, porque sufría serios abusos. Todavía la tengo.
Es el mejor premio que me pudieron otorgar por mis años de docencia”.
Publicada en Pausa #121, miércoles 11 de septiembre de 2013

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