Sentimiento en la piel

Leo Moscovich, exponente local del milenario arte indeleble.

Por Marcelo Przylucki


Los orígenes del arte son, cuanto menos, difusos: excavaciones, restauraciones, teorizaciones son algunas pistas de lo que fueron los albores de las distintas disciplinas artísticas. Sin embargo, si atendemos a su lógica, no habría manera en que aquello que sí se ajusta a otros ambientes (como las ciencias duras, cuyos sucesos importantes poseen fecha y lugar) se ajuste a los márgenes de una narración con introducción, desarrollo y desenlace. Tampoco caben, en la imaginación de cualquier persona sensible a algún lenguaje del arte, las canciones, ideas, colores; ni siquiera la piel es suficiente para contener ciertos impulsos que, aguja y tinta mediante, logran salir a la superficie en clave de tatuajes.
En la cuadra más sureña de la peatonal San Martín, la enorme boca de la Galería Saguir no cesa de despedir personas que acaban de perpetuar en lo más visible de su piel algún sentimiento. Allí dentro, detrás de la puerta 45, Leonardo Moscovich aprovecha aquella fascinación que trae desde niño por el dibujo y dedica sus días a ensayarlo en el cuerpo de aquellos que sienten que hay algo hormigueando debajo de lo que se ve, que quiere hacerse evidente.
Tras el paso por trabajos insulsos, de esos que se hacen para salir del paso cuando uno es joven, y gracias a la insistencia de un amigo, se animó a juntar un dinero y comenzar a armar su estudio propio, que funciona desde 2003.
1973 es un lugar al que no se llega por accidente. No está escondido, pero menos está a la vista. En la recepción hay un escritorio forrado con cientos de caricaturas en estampitas, música proveniente de parlantes invisibles (por lo general voces ásperas, distorsión innegociable); en las paredes, marcos modernos, otros onda años 50, de esos en los que se hacían retratos familiares, inclusive tablas de skate, nada sin pintar.
Desde 1996, cuando tatuó un duendecillo a un amigo, Leo se encuentra aprendiendo el oficio de tatuador, el cual dice que era mucho más difícil que hoy, en época de programas televisivos, Youtube y tutoriales online: “Los chicos que hace tiempo que estamos tatuando acá en Santa Fe nos hicimos a los golpes, prueba y error. Recogíamos mitos, alguna técnica que alguien junaba más o menos; si no, por ahí me iba a tatuar con alguno a Rosario o Buenos Aires y miraba cómo hacía o le sacaba alguna data. No fue fácil, pero estuvo buenísimo también, porque el desconocimiento y la curiosidad te llevan a insistir hasta construir un estilo”, captura el micrófono de Pausa, acomodado sobre una de las dos camillas del estudio de tatuajes, con una pared de vidrio que da a la galería y que está repleta de papeles recortados con diseños sin colorear, una biblioteca con libros que recopilan las obras del Museo Vaticano, del Hermitage, también uno de grabados japoneses.
Primero con La Cruda y en el presente con Mambonegro, Moscovich hace verbo su pasión por la música, ámbito en el que, al igual que en el mundo de los tatuajes, es imprescindible la entrega a la obra durante el proceso creativo: “Con la música me pasa casi igual que con el dibujo, agarro la guitarra (o el lápiz), balbuceo una letra (un garabato) y voy puliendo hasta que más o menos me va conformando. Así también es que a mí me gusta mucho, y por sobre todas las cosas, tatuar dibujos míos, bocetar y que alguien venga y me diga ‘Haceme eso’, quizás con algún retoque y listo. Esos rituales de composición son experiencias alucinantes”. Sin embargo, es obvio, cualquier petición es bienvenida, incluso siendo una sueca excéntrica con una bolsa de plátanos en la mano deseosa de que le retraten tres racimos de esta fruta en el trasero (no, esto no es invento de quien firma esta nota).

El tatuador es uno de los más reconocidos por su estilo personal (Fotos: Olivia Gutiérrez).

Alejado de hacer uso de las jactancias que le habilitarían la popularidad lograda en la ciudad, Leo considera a la actividad de tatuar como un “oficio que tiene mucho de arte; por ejemplo, yo tengo un amigo herrero al que le digo que es un artista porque hace cosas fantásticas, pero para nada diría, por lo menos de mí, que soy un artista. Yo me califico como un laburante”. A pesar de ser una actividad sostenida, la vida de quien vive haciendo lo que le apasiona no apareja, en su caso, ninguna tensión: el trabajar con personas diferentes, conocer historias día a día, el porqué de los tatuajes, caer en la cuenta de la evolución de un estilo que se va configurando con cada nueva obra, que la gente no cese de acudir y confiar y elegir al estudio, todo ello renueva el entusiasmo por volver al trabajo al día siguiente. Aún después de haber estado hasta doce horas en el estudio, en ratos como después de la cena en familia todavía hay un tiempo “para tomar un trago y dibujar algo más, sólo por placer, para relajarme”, comenta Leo, sin dejar de acariciar los tatuajes de su brazo derecho.

La regulación
Desde 2006 se encuentra en vigencia una ordenanza municipal que establece los requisitos que regulan la actividad de los tatuadores. La norma poseía algunos puntos que dificultaban la apertura de locales. Como en muchas ocasiones, había sido diagramada por alguien que poco entendía acerca de la actividad: al ser aplicada, se sucedieron una cadena de inconvenientes. “A mí me pareció y me parece bárbaro que haya una regulación, porque hace a la seguridad de los clientes y de los trabajadores, en perjuicio de algunos vivos o improvisados que hacen las cosas así nomás. Pero algunos requisitos no se ajustaban a las posibilidades que tenemos acá, y yo no iba a andar coimeando ni haciendo nada por izquierda”.
Entonces, Moscovich se encargó de proponer la reforma de esos puntos. Tras realizar audiencias con casi una decena de concejales durante tres años, finalmente se corrigieron los puntos necesarios para que se estableciera una nueva ordenanza (la 11.971).

Publicada en Pausa #123, miércoles 9 de octubre de 2013

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