Ajedrez

Otro yo mismo, por Mari Hechim
En esa cárcel ninguna de las presas políticas era una
nenita. Cada organización tenía una responsable, y de vez en cuando, se reunían
para ajustar temas de convivencia, informar condiciones de caída de recién
llegadas, etc.
Hasta el día del golpe, hacían manualidades, teatro, cursos,
lecturas. Después del golpe no hubo ni un libro, ni un trozo de lana. De manera
que, con migas de pan y escupidas, tallaron un juego de ajedrez, agregando
cenizas para las negras.
Así empezaron largas partidas en el piso de la galería,
donde en poco tiempo empezó a descollar la paciencia de Mariela, la responsable
del PO. Solía medirse sobre todo con Ani, del PRT, que también lucía serenidad
en partidas que a veces duraban días. La responsable de las montos era muy
alta, rubia, enérgica y, ante los comentarios sobre Mariela, lanzó un desafío
público: yo le gano. Mariela se asustó mucho pero sonrió y dijo: “Claro, cómo
no”.
La tarde del duelo se sentaron frente al tablero, en el
suelo, y todas las compañeras las rodearon. El corazón de Mariela latía
apresurado; se intimidaba por la exuberancia de Silvia, pero la tranquilizaba
el hecho de que ella no había sido la que lanzara el desafío; su compromiso era
menor.
La partida duró cuatro o cinco movimientos. Había movido
Silvia y Mariela se esforzaba para ver cómo había quedado el tablero hasta que
la respiración del grupo se aflojó de pronto y alguien gritó: “¡Mate!”. A
Mariela se le nublaban los ojos. Apretó la mirada hasta que lo vio: por algún
movimiento irreflexivo, el camino entre su dama y el rey de Silvia había
quedado absolutamente despejado. Se dieron la mano, sonriendo.
Publicada en Pausa #132, miércoles 23 de abril de 2014

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