La memoria del agua

Por Fernando Callero (*)
Hay un papelito dando vueltas por la casa. Viene discreta
pero insistentemente apareciendo todos estos días en ciertos cajones, marcando
páginas de libros, aleteando entre otros memos en un pincho junto al monitor,
resistiendo con energía suplicante ya varios arrebatos de limpieza.
Esta mañana inesperadamente gris de fines de noviembre,
mientras él se prepara para bajar a la playa a dar un paseo, el papelito vuelve
a aparecer, asomando una oreja desde un bolsillo trasero del jean. El gesto de
pescarlo haciendo pinza con dos dedos le recuerda esas cotorritas que pican
tarjetas de la suerte en las películas, sólo que para él no habrá profecía, ni
noticia, ni advertencia de peligro, sino una fecha mal trazada a tinta, con el
reclamo de una tarea de paseo, colección y escritura que se había propuesto en
relación con ella.
“24 de octubre. Cómo inaugurar el río”. Esto decía el
dichoso papelito.
Desde ese pasado cercano, apenas un mes, (pero también ya como
desde otro planeta, ahora que volvieron las lluvias y las rachas de viento
frío), la anotación le trae a la memoria aquella mañana de octubre en que un
calor precipitado y extraño lo había sacado de la cama temprano, apenas pasadas
las ocho. En esa ocasión, mientras desayunaba mates dulces con limón y las
voces de la radio sonaban con la estridencia particular de las emisoras en
verano, la idea de cómo inaugurar el río tan temprano esta temporada le había
comenzado a rondar, y fue entonces que la anotó junto con la fecha para no
olvidar escribir algo sobre el tema en su blog. Pero como las plumas sólo
pueden refrescar puestas en un abanico, se puso una malla debajo del short, las
antiparras al cuello y bajó al río.
Yendo por la cortada Mateo Booz ya se vislumbraba, sobre el
remate transversal del terraplén, toda la eclosión de los vegetales florecidos:
el coral de los “Clarines de guerra” (esa bignonia de flores rojas de diseño
atrompetado), las crines amarillas de la Cinacina, en relevo de los botones afelpados, ya
caídos, de un amarillo más oscuro, del aromito, y el romántico corazón
sangrante de Anahí (“Cuando ella cantaba, hasta el río rumoroso parecía callar
para escucharla”), la indiecita quemada, patente en los rojos pajaritos del
ceibo, y la banda sonora de los otros cientos de pájaros vivos, apeándose en
las ramas invisibles. ¡Había ya tanta luz arriba!
Espumante y de lecho barroso, con campanillas rasantes de
luz estrellando sus reflujos, el río marchaba. Se sacó la ropa y tentó con un
pie la borra flamante del agua en un punto bajo de la orilla. Continuó
caminando a la vera unos metros para alcanzar la barranca. Antes del club “El
julepe”, detrás de la
Municipalidad, está la zona más confiable para nadar. Los
pescadores no tienden allí sus mallas antirreglamentarias ni sus capciosos
espineles. Entrando en clavado, superando las rayas enterradas en el barro de
la orilla, escuchó bajo el agua el zumbido de una lancha que se perdía, y
enseguida ese zumbido o frecuencia que, nunca sabría decir si más grave o más
aguda, provoca el agua al abrirse y precipitar su torrente en torno de la isla
en forma de cuerno, a escasos pocos metros más arriba, a la altura misma de la
playa municipal. Ese sonido de signo ambiguo ingresó por el tímpano absoluto de
los huesos.
El agua, su esencia balsámica y compleja, basada en una
aleación de discretas proporciones de elementos llevados a un punto, como la
cocción artificial de los perfumes, le hizo recordar cómo este río, a merced
del mismo pulso de correr y caer, alentara en 2003 el colapso del 29 de abril,
día del animal y cumpleaños de su amigo Mariano. ¿Cómo era posible? Y entre
todas esas reminiscencias, una en particular, cómo se colgó de una “L Bis”
aquella tardecita temblorosa de abril, de oscuras y extrañas resonancias, como
suele darse en los casos en que primero cunde la alarma y mucho más tarde la
información.
La inundación: un género revenido una vez más en real desde
la inmunidad de los símbolos literarios.
Colgarse de un cole salido de ruta para cruzar el puente
carretero desde Santo Tomé a Santa Fe, con el regalo y la ignorancia del
sentido de la marcha de vecinos cortando el tránsito. Colgado, además, apenas,
de la inercia de la providencia. Hasta que se bajó en una esquina de 4 de enero
y empezó a caminar hacia el oeste, la avenida Freyre, se entiende, a la altura
de 1ra Junta, que era una boca de lobo, y al llegar a la avenida diz que vio la
mar, pero no se atrevió a tentar el agua aquella vez, porque a la noche y sobre
una avenida del centro a nadie le causa ni gracia ni confianza un río, que una
vez entrado en la ciudad, más que río es un abismo, y cuánto más cuando nos
corta el paso del camino hasta la casa de un amigo.
Con el regalo se hacía pantalla, apoyado en el caño de un
cartel, viendo cómo la oscuridad vencía de a poco su resistencia y evolucionaba
hacia claridades sobre las que, en negativo, comenzaron a destacarse manchones
más oscuros, que al cabo fueron siluetas de barqueros trashumantes sobre lo que
en teoría debía de ser el paseo de lapachos que divide los carriles de la
avenida, hasta que le habló el hombre aquel: un heladero judío de renombre en
Santa Fe, quien lo acompañó solidariamente hasta el local de su heladería,
iluminado con un equipo autónomo, y le ofreció el teléfono para llamar al amigo.
Esa llamada perdida debe haber sonado bajo el agua, a unas cuatro o cinco
cuadras, metiéndose en el barrio Roma.
Pero lo cierto es que al otro día, precisamente el 30 de
abril de 2003, y ya de regreso en Santo Tomé, salió a la avenida Luján, por
donde se empinaba un viento sur frío y arrebatado, y casi que todo contra un
solo pobre tipo que llevaba un colchón enrollado en bicicleta.
“Lleven abrigo y cualquier comida para la parroquia de la
curva”, gritó el hombre antes de perderse como una nave fantasma contra la
ráfaga.
Y él, que no tenía siquiera una radio para informarse y
había pasado literalmente en vela casi toda la noche en su departamento,
tratando de matar ese tiempo suspendido concentrándose en estudiar, ahora
buscaba, muy fresco, bajo la pertinaz llovizna, un quiosco para comprar puchos,
como si nada, y de repente se enteraba, o, lo que quizás venga a ser una
expresión más oportuna y feliz, caía en la cuenta. Porque no creo que se haya
tratado de otra cosa entonces que de caer.
Ahora camina por la costa desierta, entre estos vientos
cruzados y prepotentes, de rachas frías, entreveradas con otras más calientes
en un alarde físico de heterotermia. El Salado, patinado de bronce y barro,
como el lomo sobado de un percherón, rola sus camalotes cuesta abajo igual que
esa mañana despistada de finales de octubre, sólo que la atmósfera hoy es una
campana gris de gas metalizado que el verano no ha de tardar en hacer explotar.

(*) Publicada en Rosario/12, miércoles 28 de febrero de 2007.
El autor es escritor y habitual colaborador de Pausa.

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