Antes

Variopinta, por Federico Coutaz
“Nacimos en una época donde la palabra alcanzaba…”, reza la
publicidad de un conocido banco, como si alguna vez hubiera otorgado créditos
de palabra. No pretendo llamar la atención sobre la hipocresía de las entidades
financieras, ni denostar el arte del engaño al que llamamos marketing, sino
señalar ese tiempo mítico que el mensaje refiere, en el conocimiento artero de
que el receptor/consumidor, comparte y anhela ese pasado imaginario contra toda
inteligencia o racionalidad.
Desde la antigüedad las distintas culturas construyeron
mitos que narraron el origen y devenir del hombre como un proceso de
decadencia. Hesíodo describe la edad de oro, donde los hombres vivían felices y
en paz junto a los dioses, luego descendieron cinco divisionales hasta la edad de
hierro. Según  el Popol Vuh, hubo un
momento en que los dioses impusieron un fuerte recorte a la visión y sabiduría
de sus criaturas. El cristianismo, con el exilio de Adán y Eva, aportó lo suyo
y así estamos.
“Yo, quizás, nunca fui feliz, pero es sabido que la
desventura requiere paraísos perdidos”, escribe Borges indicando dos aspectos
fundamentales de la nostalgia: su carácter de autoengaño y su propensión a la
infelicidad. La actualización constante del eterno mito de que todo pasado fue
mejor, en virtud de otorgar sentido a la realidad, nos permite una infelicidad
perfecta que nos exime de cualquier esfuerzo. Todo lo que suceda es una
repetición degradada de algo que ya sucedió de manera más auténtica y original.
No debe extrañarnos, entonces, la infantil recurrencia a
tiempos pasados y la añoranza de  todo lo
que se supone que ya no existe, como si eso de por sí fuera prueba de su valor
y motivo de lamento. O, peor aún, la continua reedición de objetos que supuestamente
portan un pasado pero cuyo tiempo de olvido fue breve o nulo.
En cualquier estación de servicio venden las mismas
golosinas (rediseñadas) que yo compraba cuando iba a la primaria, no hay una
sola FM que no tenga un  programa que se
lance al rescate épico de música de los 80 o los 90, como si alguna vez hubiese
dejado de difundirse.
En lo que a mí respecta, me hubiera alegrado mucho cambiar
(sin dudarlo y sin culpa) todos mis juguetes por una playstation y, si al
contrario, me los cambiaban por dos tarros unidos por un piolín, como los que
mi padre de niño usaba como walkies-talkies, habría llorado hasta el día de
hoy.
Publicada en Pausa #133, miércoles 7 de mayo de 2014

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