Taj Mahal

Otro yo mismo, por Mari Hechim
Voy a entrar a palacio y voy a pedir que venga el arquitecto
del reino. Le voy a decir: haga un Taj Mahal. Quiero un monumento que emplee
veinte mil obreros, que tenga cúpulas, jardines, fuentes, ornamentos de todo
tipo. Que todo el mundo pueda contemplarlo y ver en él la magnificencia, la
grandeza, la opulencia de este sentimiento. Que todos se asombren y que perdure
en el tiempo como una marca de la belleza y la hondura de este desvarío que roe
mis entrañas minuto a minuto; de la desesperación.
Pero él no está diciendo esto, no dice nada. Él la está
mirando mientras ella dice: no quiero fiesta, no quiero un vals donde los
hombres me pasen de brazos en brazos como si estimaran mi valor. Quiero ir de
viaje con las chicas del curso.
Él desplaza la mirada hacia el  jardín que se entrevé por la ventana de la
cocina, algunos colibríes se atarean libando las dulzuras de las flores de la
santa rita fucsia, y luego vuelve a mirarla. Las comisuras de sus labios se
estiran hacia los lados y hacia arriba. Ella se ríe: “Estás cada vez más
pelado”. Antes de pararse, él despega el brazo derecho que reposa sobre la
mesa, mientras levanta el dedo medio que se dirige hacia la nariz de ella,
reprime la intención de mojar la yema del dedo con su saliva, pasa menos de un
segundo por la punta de esa nariz tan graciosa, se pone de pie, aprisiona las
manos en los bolsillos, tirando hacia abajo. Mira de nuevo hacia el jardín. Un
par de niños rubios encogen los hombros y pegan saltitos junto a la pileta, como
si tuvieran frío.
Oye que ella corre la silla hacia atrás, se para y le da una
palmada en el hombro izquierdo. Se mueve hasta mirarlo de frente, todo su pelo
castaño cae en olas de seda sobre sus hombros, los ojos con chispas doradas, la
piel lisa. “Dale, tío, hablá con tu hermana, plis”.
Publicada en Pausa #144. Pedí tu ejemplar en estos kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.

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