Aires de cambio en México

La “guerra contra el narcotráfico” en tierra azteca ya lleva
más de 150 mil muertes. Hoy, en la punta del iceberg y en la agenda internacional, están los 43 estudiantes
desaparecidos.
Por Emma Rodríguez (*)
“Cuando me desespero, recuerdo que a través de la historia,
los caminos de la verdad y el amor siempre han triunfado.
Ha habido tiranos, asesinos, y por un tiempo pueden parecer
invencibles,
pero al final siempre caen”.
Mahatma Gandhi.
El pasado 26 de septiembre, el grito desesperado de los
mexicanos comenzó hacer eco en el mundo. En el estado de Guerrero, al sur del
país, una protesta estudiantil devino en masacre.
Cuarenta y tres estudiantes de la escuela normal rural Raúl
Isidro Burgos de Ayotzinapa, una población indígena, ubicada a unos cien
kilómetros del famoso puerto de Acapulco, fueron desaparecidos. Diecisiete más,
secuestrados y torturados hasta la muerte.  
A Julio César Mondragón Fontes, de apenas 22 años, lo desollaron.
Su sueño de ser profesor para sacar adelante a su hija recién nacida se ahogó
en un charco de sangre. Su rostro desencarnado representa la otra dimensión del
terror y la rabia.
Apenas tres meses antes, en el poblado San Pedro Limón,
enclavado en el municipio de Tlatlaya, Estado de México, 22 personas fueron
ejecutadas por el Ejército mexicano, durante un operativo contra el
narcotráfico. Según declaró una testigo, muchas de las víctimas ya se habían
rendido y entregado a las autoridades con las manos en la cabeza. 
Tras las matanzas, las protestas se expandieron a través de
las redes sociales, y una caravana liderada por los padres de los estudiantes
desaparecidos comenzó su periplo por todo el país: del Distrito Federal a
Chihuahua, de Chiapas a Tlaxcala, de Guerrero a Michoacán. A su lado, van
millones de mexicanos sacudidos por la indignación y una comunidad
internacional horrorizada.
Detrás de este “dolor que llueve rabia” se esparce una
exigencia que nunca se escuchó tan clara: ¡Este gobierno tiene que acabar! Y es
que Ayotzinapa es tan solo la punta del iceberg de las violaciones sistemáticas
a derechos humanos, desapariciones y muertes que existen en el país.
En tierras aztecas, reina la ilegalidad, la corrupción y la
falta de un Estado de derecho mínimo, pues los gobernantes, procuradores,
fiscales y fiscalías forman parte de un gran entramado de complicidad con el
crimen organizado.
Detrás de los 43 estudiantes, hay otros 22 mil 322
desaparecidos, según contabiliza la Unidad Especializada
de Búsqueda de Personas Desaparecidas de la Procuraduría General
de la República
(PGR). Los muertos, desde que empezó “la guerra contra el narco”, suman más de
150 mil, de acuerdo con cifras oficiales. El patrón de desapariciones forzadas
y asesinatos nunca ha dejado de ser una política de Estado.
La misma historia
Cuando José Ángel, Marcial, Everardo y sus compañeros fueron
bajados a punta de pistola del autobús donde viajaban y entregados por la
policía municipal del Iguala a la banda criminal Guerreros Unidos, faltaban
apenas unos días para que se conmemorara la matanza de estudiantes más grande
en la historia del país, ocurrida el 2 de octubre de 1968.
Cuarenta y seis años atrás, el escenario fue la Plaza de las Tres Culturas
de Tlatelolco, en la Ciudad
de México, donde un mitin estudiantil terminó en emboscada. Policías y soldados
vestidos de civiles acorralaron a los manifestantes. Más de mil fueron
apresados y a la fecha aún se desconoce el número real de desaparecidos. Los
muertos se contaron por cientos.
Marchas en Coahuila por las desapariciones de los estudiantes: los ciudadanos no soportan más la violencia abierta de narcos y políticos.
Desde 1974, la activista Rosario Ibarra de Piedra busca a su
hijo Jesús, desaparecido tras ser detenido por las autoridades del Distrito
Federal, acusado de pertenecer a un grupo armado de orientación comunista, la Liga 23 de Septiembre. Jesús
Piedra es una víctima más de las desapariciones forzadas de personas
perpetradas por el gobierno mexicano en las décadas de 1960 y 1970.
Hoy, Melitón Ortega, de origen campesino, también busca a su
hijo Mauricio, desaparecido hace casi dos meses. Ante la falta de respuesta de
las autoridades sobre el paradero de su hijo, ha tomado la búsqueda en sus
propias manos. “El sufrimiento no se negocia, para nosotros es más importante
que aparezcan, a recibir dádivas del gobierno federal”, declaró tras la
infructuosa reunión con el presidente Enrique Peña.
Y es que las pesquisas oficiales más bien parecen un montaje
fílmico al estilo del director Luis Estrada (El Infierno). Ni la captura de
José Luis Abarca, ex alcalde de Iguala, señalado como el autor intelectual de
la masacre y las desapariciones, ni la deposición del gobernador de la entidad,
han esclarecido qué fue exactamente lo que pasó con los estudiantes y lo más
importante: dónde están.
Las versiones oficiales chocan. Unos dicen que fueron
quemados con leña, llantas y plásticos por más de quince horas; otros, que los
cuerpos calcinados encontrados hasta ahora no pertenecen a los jóvenes y que
aún queda una esperanza de que se hallen con vida.
Por eso, las consignas “¿Qué cosecha un país que siembra
cuerpos?”, “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, “¡Exigimos justicia!”
y el unificado “¡Fuera Peña!” se replican por las calles del DF, Monterrey,
Guadalajara, Saltillo, Hermosillo, San Cristóbal de las Casas, Iguala,
Chilpancingo, París, Edmonton, Bogotá, Río de Janeiro, Caracas... Buenos Aires.
Ayotzinapa huele a Acteal, Chiapas, donde en diciembre de
1997 cientos de indígenas tzotziles que se encontraban haciendo ayuno y oración
fueron masacrados por grupos paramilitares. Huele a San Salvador Atenco, donde
en 2006 miles de agentes policíacos irrumpieron con violencia en las
manifestaciones de los ejidatarios que se resistían a la expropiación de sus
tierras. Huele a San Fernando, Tamaulipas, y las 72 tumbas de migrantes. Huele
a crimen de Estado.
La resurrección
Los desaparecidos no solo avivan heridas que nunca han
cerrado, sino que abren otras. A diario, se encuentran cuerpos por donde se le
escarbe. 331 son los cadáveres localizados hasta ahora en fosas clandestinas
del estado de Durango; 31 más en Veracruz. 
Hace apenas unos meses, en el municipio de Allende, aquí en
Coahuila, estado fronterizo con Texas, se hallaron cientos de cuerpos
calcinados. La masacre, desatada por una venganza del narcotráfico contra una
familia de la zona, había ocurrido años atrás, pero por miedo a represalias nadie
se atrevió a denunciarla.

Hoy, con el interés en la explotación del gas de lutitas
(shale), que la recién aprobada reforma energética pone en bandeja de plata
para las compañías transnacionales, las autoridades comienzan a “extraer”
muertos. El semidesierto con mantos acuíferos en su cenit sufrirá las
consecuencias de la fractura hidráulica (fracking), igual o más graves que las
que deja la minería a cielo abierto que se expande voraz sobre centros
ceremoniales y comunidades indígenas, a manos de empresas canadienses. Más
aberrante aún: desde el año 2005, suman 1.800 los desaparecidos tan solo en
esta región.
Coahuila y México entero tienen sus propias Madres de Plaza
de Mayo, como también las tienen Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua,
cuyos hijos, en su paso obligado por este territorio rumbo al sueño americano,
son víctimas de crímenes atroces, no solo por parte del crimen organizado, sino
de funcionarios de todos los niveles.
“Ellos también están en las fosas”, me dijo cuando lo visité
en su albergue en Ixtepec, Oaxaca, el padre Alejandro Solalinde Guerra, uno de
los principales defensores de los migrantes y quien sobre el caso Ayotzinapa
declaró que un testigo le aseguró que los estudiantes habían sido asesinados.
Ayotzinapa destapó la cloaca de las tragedias que ha
padecido la nación entera desde hace décadas. El número 43 se ha convertido en
el símbolo de la reivindicación.
Al minuto 43 de cada hora, suenan mensajes en las radios
comunitarias y culturales; al minuto 43 de los partidos de fútbol, retumba el
grito de “¡Justicia!” Hay veladoras encendidas en miles y miles de hogares. Las
fotos de Cirino, Magdaleno y Mario yacen en los postes de las esquinas de
barrio.
“Te estoy buscando, no tengas miedo”, claman madres, padres,
hermanos, amigos. Los estudiantes apuestan por un paro nacional, que, como
nunca, está siendo secundado por cada vez más sectores sociales.
En los muros de las ciudades, los graffitis se multiplican
como plaga. Uno de los más recurrentes rememora el Artículo 39 de la Constitución
mexicana, que reconoce que “El pueblo tiene todo el tiempo el inalienable
derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
Ayotzinapa despertó a México. Este país no puede volver a
ser el mismo.
(*) Desde Saltillo, México. Especial para Pausa.
Publicada en Pausa #146. Pedí tu ejemplar en estos kioscos
de Santa Fe y Santo Tomé.

 MARCHA 22 DE OCTUBRE / AYOTZINAPA from Opus Social Media on Vimeo.

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