Todavía

Variopinta, por Federico Coutaz
Recién a los 32 años me pude ir de mi pueblo. Cuando a la
gente le preguntan por el día más feliz de sus vidas contestan que fue cuando
nacieron sus hijos, tengo una hija de 18, es mi amor, pero el día más feliz de
mi vida fue cuando me pude escapar de ese pueblo con nombre de santo.
Antes había vivido en una isla, en una ribera. Cuando pasaba
una embarcación el agua se rebalsaba sobre la orilla y cuando volvía dejaba
peces brillantes contorsionándose en la arena; yo los juntaba. Cosechaba peces.
Una vez el agua creció tanto que inundó mi casa y nos fuimos al pueblo.
Vigilar, vigilar, vigilar y castigar, vigilar y castigar. Lo
entendí el primer día que viví ahí y todos y cada uno de los días que
siguieron.
Ojos, mil ojos, siempre. Hasta cuando me encerraba a cantar
en el placard los sentía, queriendo atravesar las puertas, las paredes,
acechando. Yo me encerraba, inventaba canciones y las cantaba, todo el tiempo
que podía, que me dejaban.
Después me crecieron las tetas y el culo, encima un culo
grande y parado, todo lo peor recién empezaba. La primera vez que un tipo me
azotó contra una pared porque no le di bola, mi hermana me dijo: “Ya está,
tenés que elegir uno, seguramente te va a pegar, pero no te van a pegar todos
los otros”.
Fue un día tan hermoso, estaba gris y lloviznaba, como hoy.
Me llevó un tío en un camión jaula. Iba sentada atrás con mis pocas cosas y no
me faltaba nada, abrazaba a mi hija y a mi perro, mi hija abrazaba a su gato.
Mirábamos por entre las maderas cómo desfilaban una a una las casas del pueblo
y se me hizo una sonrisa tan grande y tan fuerte que a veces, como hoy, todavía
me dura.
Publicada en Pausa #145. Pedí tu ejemplar en estos kioscos
de Santa Fe y Santo Tomé.

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