Siete años bajo el fresno

Galisteo 3140 es la dirección de un lugar hermoso. Una casa
que cobijó sueños de extraños y ajenos. Un lugar violentado por la desidia
estatal que permitió el ingreso del Salado en el 2003. La casa se puedo
recuperar en el tiempo y ese tiempo nos permitió apropiarnos del espacio.
Muchas vidas transitaron esos caminos que cuentan de una Santa Fe que no
termina en Avenida Freyre.
La casa es grande, tiene un patio inmenso y en el medio hay
un fresno.  Cuando la casa es grande y
uno queda solo pinta lo colectivo. No recuerdo en detalle, ni mucho menos, las
instancias de negociación, pero un día el Negro vino a vivir a Galisteo.  El tipo tenía un sueño o una obsesión, aun
con el paso del tiempo no logro distinguir uno de la otra. El tipo quería sacar
a la calle un semanario en papel, nada de web, nada de revistas. Pausa, sale
los miércoles y es el semanario de Santa Fe; supo decir Carlitos alguna vez en
un jingle.  Yo no sé muy bien por qué,
pero me involucré en su delirio onírico. Como suele decirme el Secretario de
Redacción, “Vos escribís con los codos”, y tiene razón. Por eso me dediqué a la
imagen y a la radio. Entonces ¿qué hizo que yo me sumará a un proyecto
periodístico en donde lo principal es la escritura?
Por momentos pienso que, al haber tenido como único trabajo
estable el de canillita, conocía del tema. A veces pienso que era una hermosa
herramienta de seducción. No hay nada más erótico que mostrar las versiones de
prueba de un semanario en hoja A4 en una mesa de Japo bar. En mi adolescencia
ya me había pasado: me había enamorado de la chica del coro que cantaba en
misa. El compromiso con la seducción fue tan fuerte que la chica dejó el coro y
yo casi termino en el Seminario. También podría decir que el entusiasmo que
mostraba el Negro y la pasión con la que garabateaba en papeles usados como
sería el Pausa incidieron en mí. Sumado a la inevitable conducta de ponerle el
cuerpo a los imposibles. Dado el caso, podríamos conciliar en que la sumatoria
de estos tres factores –experiencia como canillita,  un semanario como herramienta para robar un
par de besos y la seguridad con la que hablaba el Negro– llevaron a que yo
termine escribiendo y repartiendo el semanario en bicicleta desde Barrio Roma
hasta los confines de Guadalupe.
Una mañana el tipo estaba bajo el fresno con Fernando, que
trataba de convencer al Negro de que el proyecto era bueno pero a la vez
imposible. Yo preparaba el mate y escuchaba. Fernando no logró su fin y terminó
rematando la reunión diciéndole que era el Palermo del periodismo. Todos
coincidimos en que lo decía por lo optimista. Y en el fondo esperábamos que el
Negro sea el Palermo que nos dió la clasificación al Mundial y no el Palermo
que marra los penales en la
Copa América.
El equipo era diverso, muchos no llegábamos a los 30.
Estaban Pili, el Chuca, el Malevo, Marcela, Ana, la Viqui, el Cardenal, Marina,
el Tonga, el Guille desde el anonimato, Gerardo viajando por el mundo y un
montón de colaboradores que no logro retener. Un día apareció Juan. En la jerga
futbolera sería un número 5. A veces más cerca de Gago que de Mascherano.
Faltaba alguien que le tire un buen centro a Palermo.
En ese momento el garage de Galisteo se convirtió en una
oficina de redacción. Las noches de cierre inevitablemente eran acompañadas por
un puchero, un puré rustico con costeletas de cerdo y, cerca de fin de mes, los
fideos con salsa. Una noche el Negro mostró sus dotes de ecónomo: salió con el
objetivo de comprar queso rallado y regresó con dos paquetes de Philip Morris.
Llegó una madrugada en que nos agarro la 125 y el no
positivo de Cobos. Juan y el Negro escribían, el Malevo hacía una siesta y yo
me dí cuenta de que formaba parte de algo que se llamaba Pausa.
No nos dimos cuenta y pasaron siete años. Lo festejamos de la mejor manera:
bajando tres pilas de los últimos números del Pausa. El destino: una mesa que
se convertiría en radio abierta, mientras quienes pasaban podían retirarlos de
forma gratuita.
Publicada en Pausa #154, miércoles 20 de mayo de 2015
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