Dioresal

Médula, por Fernando Callero
6 AM, llamo a Cintia, la enfermera de la mañana, para
pedirle agua caliente. Aprovecho a contarle un sueño. Unos amigos tocan en el
fondo de una biblioteca muy vieja, parecida a la del Foro de la UNL. Algo muy
underground, adolescente. Entre los que reconozco están el Lacho y Lucre. Somos
muy pocos en el público, casi la misma cantidad que los músicos. Como no se ven
administrativos, aprovecho para revisar los volúmenes de colección que aparecen
en las vitrinas. Cuando los toco se hacen polvo, apenas puedo sostenerlos para
leer sus títulos, pero no recuerdo ninguno, salvo una tapa grande con una
reproducción de Berni.
La música suena horrible, tocan directamente desde los
equipos. En un momento encuentro bajo una vitrina unos zapatos marrones muy
antiguos. Son muy lindos. Me los calzo, me van bien, pero la lona está rígida
por el tiempo y me hacen sentir los pies adormecidos. Salgo a la calle con
ellos puestos, con un poco de miedo de que algún ordenanza me descubra. En la
vereda me topo con un grupo de escolares que vienen subiendo las escalinatas de
acceso y se meten con parsimonia por una puerta lateral. Lo que alcanzo a ver
es una sala donde está por comenzar una obra de teatro. Me acerco a la puerta
para curiosear. El público se acomoda hacia el fondo de la sala, frente a la
escena que sa ha montado de espaldas a la puerta de calle. Ahí también está
Lucrecia, mi amiga, organizando los preparativos para la función. Deben ser
unas jornadas artísticas para adolescentes. Conmigo se han acercado algunos
otros de los que estaban en el “recital”, curioseando, y ella y algunos chicos
nos invitan con señas a que pasemos. Ahh, ¡qué bochorno!; vamos arrimando con
pudor infantil, como los culeítos y cuculeítos de Gombrowicz. Yo, tratando de
hacer desaparecer bajo las botamangas de mis pantalones horriblemente
acampanados los zapatos antiguos que acabo de robar de la biblioteca y que me
hacen sentir los pies de lana electrizada.
La enfermera me acomoda la sábana traversa, me ayuda con los
pies hiposensibles que las terapias están tratando de despertar.
Fin del sueño, le digo, y ella sonríe lejos. Me trae agua
caliente y mientras el día se va transformando en una masa de luz en la
ventana, activo con los primeros mates. Recojo mis piernas no utilizando su
propia fuerza, sino como en rigor lo dice la frase. Ellas son objeto, en este
caso, de la fuerza de mis brazos y de lo que se dice maña. Ayer en el gimnasio
vi a un hombre mayor recoger sus piernas con el mismo método, recogiéndolas
desde la parte baja del muslo, tirando de las mangas del short. Es decir, un
poco pescándolas con una red. Ahora estoy sin short, apenas tengo puestos los
ridículos pañales de adulto, pero como ya tengo fuerzas para el primer envión,
levanto lo que puedo y me curvo para recogerlas de a una, desde la articulación
de las rodillas. Pesan mucho, quizás unos doce o quince kilos, pero ayudando un
poco con la fuerza que adquirí, enseguida las tengo plegadas en triángulo, una
rodilla apoyada en la otra. Es una posición cómoda, aunque inestable. Cada rato
las tengo que acomodar porque se abren vencidas por su propio peso.
Hace dos días tomo Dioresal, una medicación para la
espasticidad que, al cabo de tres días, logró contener bastante los temblores,
o clonus, como se llaman esos reflejos que ante los estímulos te pone las
piernas a temblar como un diapasón que no para hasta que uno aprende a
relajarlas, con la mente o con ayuda de presiones manuales. Apoyar las plantas
en el piso, de plano, y presionar fuerte hacia abajo desde las rodillas, es una
forma; otra, estando acostado, presionar las plantas hasta vencer el ángulo
recto. De cualquier manera no siempre funciona, por eso se complementa con
dosis graduadas de Dioresal baclofeno.
Publicada en Pausa #156, miércoles 17 de junio de 2015
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