El Polaco (III)

Variopinta, por Federico Coutaz
Por un tiempo, el Polaco no se dejaba ver. No salía ni ante
nuestros más crueles y prolongados ataques de cada mediodía pos-escuela. Así
que fuimos abandonando las hostilidades, también perdimos el miedo de pasar por
la vereda. Nos demorábamos, espiábamos, y tácitamente, la fantasía de entrar
cobraba realidad.
Una noche lo decidimos, estábamos al pedo, en la esquina de
siempre, la vereda de Don Luca. Desde tiempos remotos había sido el almacén de
don Luca, pero entonces, con nueva dueña, se había renovado en “Granja”. El
viejo Don Luca pasaba sus tardes sentado en la puerta, entre ausente y
vigilante.
Lo intentamos, pero todas las veces abortamos la misión por
el cagazo de alguno, con la humillación posterior correspondiente. La vez que
corrimos culpa mía Jimena salía de su casa y nos vio.
Después nos olvidamos o nos entretuvimos con otras cosas,
como salir a cambiar y robar cajitas de cigarrillos, o sacar todos los focos de
los frentes de las casas para armar una “publicidad”. También ensayábamos
métodos para jugar gratis a los videos, como los plomitos o el alambre que, si
se dominaba la técnica requerida, marcaba noventa y nueve créditos.
Una tarde volvimos al barrio, exitosos. No recuerdo por qué,
pero nos sentíamos temerarios. Llegábamos del centro, cruzamos la vía en bici,
venía el tren y pasamos antes, como otras veces, pero mucho más cerca, a menos
de cien metros, quizás cincuenta. El tren no tuvo tiempo ni de tocar bocina,
los ferroviarios nos putearon todo lo que pudieron y, si hubieran podido
frenar, nos habrían corrido hasta el fin del mundo
Tomábamos una coca en la granja cuando llegó el Coty. Dijo
que el Polaco estaba esperando el colectivo, que él había entrado y que había
podido abrir una ventana. El tono era desafiante, no cabía la mínima objeción.
Alguien se paró primero, posiblemente Pablo, que nunca tenía miedo.
Primero dimos una vuelta a la manzana, por costumbre, por
protocolo; sin hablar, sin mirarnos. El Coty nos miraba alternativamente a
todos, sin emitir palabra, como un general repasando sus filas. Una vez en la
puerta, entró primero y lo seguimos, era una pieza. En contra de lo que había
imaginado tantas veces, ni siquiera miré alrededor, todas mis energías estaban
puestas en no quedar como un cagón. Al salir de la pieza en la que sólo vi una
cama y un ropero, nos dividimos en las distintas direcciones que ofrecía el
pasillo. Germán y yo doblamos a la izquierda, los otros a la derecha, al final
del pasillo nos esperaba una puerta, nadie hacía ruido, se escuchaba una radio
a volumen bajo que mezclaba dos frecuencias. No estoy seguro si tuve una
premonición, o lo soñé, lo cierto es que un paso antes de llegar, supe lo que íbamos
a ver. Era la cocina, daba al patio de atrás, la última luz de la tarde entraba
de lleno por la ventana, encegueciéndonos y recortando la figura del Polaco,
sentado frente a nosotros, con una escopeta en la mano, apoyada en el piso y
apuntando al techo.
Publicada en Pausa #156, miércoles 17 de junio de 2015
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