Nísperos

Otro yo mismo, por Mari Hechim
¿Qué hay más exasperante que un hermano menor? Por empezar,
cuando nace, todo rubio y de ojos celestes, ya están todos suspirando por lo
lindo que es, y yo tenía sólo dos años y medio y era negrita y fea y mi mamá me
mandaba a la casa de la abuela porque todos sus cinco hijos eran demasiado para
ella. No es que no me gustara ir a la casa de la abuela, porque había allí mil
cositas buenísimas que no había en mi casa, como flores, hojitas de muchos
diseños y tamaños, una canilla que perdía agua y que iba trazando un sendero
entre las plantas del jardín, un abuelo protestón y cálido, pan y manteca al
alcance de la mano, rosas blancas en un arco en la entrada.
Inevitablemente, transcurrido el tiempo, iba a nacer una
relación de hermanos entre él y yo. Siendo los más pequeños, teníamos juntos
unos juegos que no podía tener con mis hermanas: ya era montar los dos brazos
del bravío sillón verde del living por praderas portentosas de tan amplias, o
treparnos a la siesta a la rama casi horizontal del paraíso del patio, adonde
subíamos un mejunje un poco horrible, entonces delicioso, preparado con mucho
de Quilla y un poco de crema, y muy secreto.
La exasperación aparecía cada vez que yo aprovechaba ser
mayor, y él se vengaba abusando de sus prerrogativas de ser el menor. Un día de
lluvia ininterrumpida, jugábamos a los indios, y tuve la pésima idea de tomarlo
prisionero. Le até las manos por detrás, y el desgraciado tenía que cruzar un
río por un puente de madera que iba de una cama a la otra. Él probablemente se
partió la nariz y quizá le haya sangrado un poco, pero lo que es a mí, me
dieron tal paliza. Ya vas a ver cuando llegue tu padre. Y tu padre llegó y me
dio la paliza más grande que recuerdo y, no sé por qué, me parece que fue la
única vez que mi viejo me pegó.  Y sangré
por dentro mucho más que la poquita sangre roja que a él le salió de la nariz,
porque mi padre me amaba más que nadie en el mundo, creía yo, y nunca hubiera
podido imaginar que podía enojarse tanto conmigo.
Pero hubo algo que no puedo recordar sin una mezcla de
alegría furiosa con una pizca de decepción por mí misma. Fue una de las siestas
más notables de mi vida. Al lado de mi casa vivía el Hugo Marinetti, campito de
por medio. El Hugo tenía unos cuantos años más que yo y era tan alto y lindo
que moríamos por él. Su mamá era un amor. Yo iba a veces a la casa de ellos a
tomar la leche, y siempre tenía unas galletitas muy primorosas hechas por ella
misma que me convidaba y me encantaban. Pues bien, el níspero estaba en el
patio lateral de la casa de ellos, y sus ramas con más frutos caían del lado
del campito. El campito, que de noche se llenaba de animales y fantasmas y
asesinos monstruosos, de día era un montón de hierbas salvajes y alguna piedra.
Me propone ir sin hacer ningún ruido. Mi hermano era un maestro de la
simulación y el sigilo. Debíamos caminar tranquilamente entrando al campito, y,
cerca del árbol, agacharnos hasta acercarnos lo más posible. Como no teníamos
recipiente, yo tomé el borde de mi pollera y la ahuequé para poner allí los
frutos. Cuando creímos que era todo, salimos corriendo sin más, y se me salían
los nísperos por los lados de mi improvisado cuenco, pero, dios mío, cómo me
latía el corazón, estar robándole a gente tan querida, las cosas que me hacía
hacer ese truhán, y sólo por unos frutitos amarillos jugosos.
Publicada en Pausa #160, miércoles 26 de agosto de 2015
Pedí tu ejemplar en estos kioscos

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí