Sexo y soda

Variopinta, por Federico Coutaz
I
Esto pensaba, que, recién mucho tiempo después, supe que
había una ciudad que se llamaba Estambul. Entonces me pareció una ciudad con
nombre de soda. La palabra soda y la palabra Estambul se me antojaban
indisolubles, como la s de soda y su estallido que resuena en el vaso, el
ascenso frenético del líquido fresco, desafiante, las paredes húmedas del vaso
metálico en el calor de una siesta. Estambul, lleva la bu de esas burbujas que
al principio parecen bichitos que explotan.

No está mal, tampoco, como nombre de ciudad, sobre todo
teniendo en cuenta que reemplazó a Constantinopla, que a todas luces no parece
una palabra adecuada para nombrar algo serio. Prefiero Estambul, trato de
imaginar a campesinos griegos corriendo desesperados, en fuga y gritando IS TIN
POLI (“a la ciudad”) y ese grito que, mal escuchado por los turcos, inventó sin
querer el nombre de la soda.

II
La fiesta no era tan grande, pero casi todos los asistentes
eran gente bastante extraña. Alguien, vestido como de mimo, que me confundió
con otra persona, nos presentó. Hablamos del porno y del lenguaje, de que los
diálogos o palabras que se repetían casi siempre eran mucho más artificiales
que todo lo otro. Me dijo que el ser humano es el único animal que hace el amor
con la palabra. Dijo así: “hace el amor”. También me dijo que últimamente había
estado perdiendo todo su tiempo.
III
Estaba drogado. Ella cabalgaba arriba mío y decía cosas que
yo no escuchaba, había empezado a pensar en una canción de Soda Stéreo, y de
ahí todo un mambo con la soda Estambul. Ahora volvía y notaba que mi erección
extrañamente se había mantenido durante todo el cuelgue y sentía que desde la
punta de todos mis dedos empezaban a avanzar hacia el centro (como los griegos
a la polis) burbujas de lava que inevitablemente iban a liberarse del cuerpo
como un Big Bang. Noté también que tenía las manos atadas y no recordaba desde
cuándo ni cómo. Ella daba saltos como una coneja en celo, pero ingrávida, por
un segundo se mantenía casi despegada de mí, y enseguida caía con todo el peso
de ese culo, que yo quise sostener con mis dos manos y no pude. Alcancé a
escuchar que decía: “Somos animales trastornados”. Le pregunté si iba a acabar
conmigo y me dijo que sí, en un tono algo raro. Después, cuando vi la daga,
recién me di cuenta de que había entendido mal.
Publicada en Pausa #160, miércoles 26 de agosto de 2015
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