Anahí

Otro yo mismo, por Mari Hechim
La leyenda del nacimiento de la flor de ceibo recuerda a una
joven guaraní que fue quemada viva por los conquistadores. Se cuenta que,
habiendo dado muerte a un soldado, fue perseguida, recapturada y sometida a las
llamas. La canción que escribiera un correntino relata que, aunque era fea,
tenía una voz dulcísima que se prodigaba en canciones sobre su tierra y su
tribu. Grande fue el espanto de los españoles cuando vieron que su cuerpo, en
vez de ser reducido a cenizas, se iba transformando en un hermoso árbol con
ramilletes de flores rojas que evocarían para siempre a aquella brava
indiecita.
Nada de esto me importaba demasiado a los once años. Supongo
que era la fiesta del 12 de octubre y se llevó a cabo, no en la escuela, sino
en Dom Polski. He allí a una jovencita de origen árabe interpretando a una
india guaraní en un local polaco. Eso de que era fea y tenía una linda voz se
pasó por alto: yo era linda y no cantaba. Yo estaba atada a un árbol con llamas
de celofán rojo en los pies, y cantaba un chico de 6º. Mi mamá y mi maestra
habían imaginado que la niña podía tener un vestidito desflecado de arpillera
teñida de rojo, profusos collares de fideos pintados, y un par de ramas de
flores de ceibo que se derramarían sobre mí mientras avanzaba la canción. Se
suponía que levantaría lentamente los brazos uniendo mis manos por encima de la
cabeza, y se vería la transformación india-árbol.
Estaba por demás feliz. En ese día yo salía dos veces en
fiesta. Así se decía: me toca salir en fiesta. Aparte de ser indiecita, iba a
participar de un coro organizado por la maestra de música, de contrapunto
niños/niñas. Para este número, el atuendo era sobrio: faldita tableada de color
azul, blusa blanca y cinta con moño azul en el cuello. Y la canción trataba
sobre una moza segoviana que “quiero la alegría más que el reposo”; alegría que
se deshace en reclamos sobre una boda que finalmente se acuerda.
¡Y toda aquella gente viendo mi actuación!
Bien, pasar de la falda azul al vestidito rojo era más que
excitante. Y qué bien lo hacía, aquellas flores cayendo sobre mi rostro dolido
por el fuego que crepitaba a mis pies, mientras Alberto cantaba esa hermosa
canción sobre la joven india guaraní. No iba a faltar un balde de agua fría: mi
vieja me dijo que parecía que me estaba doliendo una muela, pero mucho no me
importó porque, por una vez, me sentí una estrella.
Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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