Carmen

Otro yo mismo, por Mari Hechim
Había un par de guardias en la cárcel de Mendoza difíciles
de olvidar. Una era de las que entran a la celda y te ven llorando y te acunan
como si fueran tu madre. Otra era una turca enérgica, más joven, que no tenía
problema en hacer una requisa que dejara todas nuestras pertenencias en la
galería. Caminaba sobre nuestras sábanas gritando que había que admirar la
suciedad de estas universitarias mugrientas.
También estaban las presas comunes; las que han robado y las
que han matado. Si había una hippie con enrulada cabellera, había caído por
asaltar una farmacia. Las que estaban presas por asesinato eran pocas, no más
de cinco.
En un penal nadie te cuenta por qué está, a menos que la
confianza sea profunda. Te lo cuentan las demás.
Para nosotras era muy importante tener buena relación con
todas las internas. El espacio era chico y las carceleras buscaban abrir
grietas entre nosotras. Si una presa política se zarpaba, se castigaba a todo
el penal con la suspensión de las visitas, el oxígeno que permitía la vida.
Después del 24 de marzo, cuando ya no teníamos ni gimnasia,
ni libros, ni lana para tejer, ni visitas, ni juegos de ajedrez, ni nada, era
fundamental cruzarse con una común que, a pesar de la prohibición de hablar con
nosotras, te susurrara “Ahí te dejé un libro en el baño”. Así se tratara de
SidneySheldon, te salvaba la vida por un tiempo, oh, pasar los ojos sobre letra
escrita, ventana abierta.
Para Navidad, una compañera que había sido panadera, y que
había caído por visitar a su hijo preso político, hizo una gran fuente con
empanaditas de hojaldre rellenas con nueces y recubiertas con almíbar, diez
para cada una. Probé un par y cambié las otras por cigarrillos con las presas
comunes.
De las presas por homicidio, una era mi heroína personal:
una señora de cerca de 50 años que, harta de los maltratos de su señor marido,
le ubicó un par de tiros. Salió mientras yo estaba allí. Tenía la serenidad de
los justos, de los convencidos de que habían cumplido con su misión en esta
tierra.
Otra era una salvaje, petisita, voluminosa, arrastraba las
chancletas con una sonrisa en su rostro, sólo perturbado por una verruga con
vida propia, en su mejilla izquierda. Iba para la cocina con la pava en la
mano, “Hola, Turquita”, decía. Y seguía sonriendo. Se contaba que había
asesinado a su nieto recién nacido porque la hija era soltera.
Después había una especie de esfinge, de diosa altanera e
inmutable. Alta por los tacos altos, se deslizaba por la galería con un
deshabillé blanco, con encajes y puntillas. Jamás se ensució las manos con las
tareas domésticas que estábamos obligadas a cumplir. Ella pagaba para eso. Era
muy joven y el pelo se le alborotaba a la altura de los hombros. De ella se
decía que estaba allí pagando las cuentas de su fiolo. Jamás nos dirigía la
palabra y, cuando la veías conversar con alguien, mantenía una semisonrisa de
franca condescendencia.
Capítulo aparte para María. Por supuesto, no faltaba la
compañera que desvariaba diciendo: debemos darnos una política con las presas
comunes. En general no era así. Había gente que te caía bien y otra que no, eso
era para mí muy sencillo. María era amiga de la Negrita, mi compañera de
celda al momento del golpe. Siempre andaban conversando y tomando mates. Ella,
en la noche del 23 al 24, tipo 12, aumentó el volumen de la radio. Ya estábamos
encerradas desde las 9, quizá, y por ella escuchamos la marcha militar, que nos
puso los pelos de punta. El susurro de la Negrita, que cruzó los veinte metros que nos
separaba de la celda de ella, pidiéndole que escuchara de qué se trataba, nos
garantizaba que al otro día tendríamos toda la información. A los cinco
minutos, un furor de tiros y gritos a la puerta del penal nos hizo saber que ya
teníamos el golpe ahí dentro.
Carmen. Era la más parecida a nosotras, maestra y joven.
Tenía una buena biblioteca. No llegaba a los 40 y era educada y gentil. Esbelta
y bien vestida, caminaba con pasos cortos y rápidos, enérgicos. Al verla
caminar, no podías suponer que su destino quedaría fijado siempre allí.
Su celda era agradable. Las mujeres con prisión perpetua
tenían una celda para ellas solas. Quizá había alguna más cómoda o amplia que
otra. Éste era el caso. Una vez me invitó a ir. Al entrar te acogía una visión
general de pulcritud y coquetería. Mucho beige elegante, algún trazo oscuro en
el acolchado de la cama, un toque de color rosa. Los almohadones decoraban los
rincones con cierta furia de volados y flores. Y muchas cositas, cada una con
una tarjeta adosada con una cinta de raso o de esas transparentes,que consignaba
fecha y autor de la donación. Una pequeña canasta de mimbre: Federico, octubre
de 1974. Y un álbum, con cartitas, fotos 
y esquelas, y la anotación de fechas y autores. También tenía un pequeño
televisor, una mesa de verdad, sillas, estantes con libros. Mostraba con
emociónese diminuto reino de objetos que contrastaban con la vida de una cárcel
llena de mujeres ásperas que sólo podían soñar con la libertad. Ella no. Tenía
un novio, un preso común que arreglaba desperfectos eléctricos en nuestro pabellón,
y a quien se lo veía con frecuencia, Federico. Toda una vida resumida en un
espacio de dos por tres. Al irme, juré que jamás volvería.
Había sido maestra y había estado casada con un docente
conocido por ser militante gremial, muy querido y respetado en la ciudad. Un
día, con su amante, habían resuelto matarlo. Lo hicieron de tal modo que
pareciera un accidente de ruta, pero los descubrieron. La clave habían sido las
contradicciones en las declaraciones de los dos, según se contaba.
En un rincón del penal, había una foto de ese pobre hombre.
Las presas habían hecho un pequeño altar, con esa foto, y nunca faltaban
ramitos de flores a su alrededor. Por eso se había alegrado con nuestra
llegada; ninguna presa común le hablaba; todo era silencio en torno de ella.
Publicada en Pausa #161, miércoles 9 de septiembre de 2015
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