Las ruinas

En mi adolescencia, durante el menemismo, la ciudad estaba llena de ruinas. El Puerto, las estaciones de trenes, el Puente Colgante y lo que hoy es la Costanera Este eran espacios de escombros, fierros retorcidos,
esqueletos metálicos y piezas vacías. Con mis amigos buscábamos el peligro y la aventura en esos lugares. Entrábamos de noche a los galpones abandonados del puerto, trepábamos a los elevadores de granos y nos colgábamos mirando los vidrios rotos del Molino Marconetti.

Fumábamos nuestro primer porro en los pedazos de escalera que la inundación del 83 había perdonado, por el Espigón o La Rambla. Subíamos a la única y oxidada torre del puente, mirando desde arriba una ciudad sin rascacielos, y del otro lado, allá abajo donde el puente se derrumbaba de golpe, nos hipnotizaba el abismo de borbotones oscuros del río.

 El antiguo puente era de madera; recuerdo los tablones podridos, con unos tornillos enormes, partidos donde el puente había colapsado.  Una vez subimos con mi amiga Flavia, las dos solas. Se subía por una escalerita que estaba embutida en la estructura de la torre. Ya arriba, el viento era bastante salvaje. Flavia se agarraba de la baranda que le llegaba a la cintura e inclinaba el resto del cuerpo hacia el vacío.
Fantaseábamos con bajar deslizándonos tipo tirolesa por los enormes cables de acero. Aterrizaríamos, sanas y salvas, entre las paredes y habitaciones arrasadas de Piedras Blancas, por donde la vegetación isleña trepaba y sacaba flores amarillas y azules.
Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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