Una de las tantas noches de febrero en las que el calor aplastó a Santa Fe, yo estaba en la mesa de un bodegón, con los antebrazos apoyados sobre un mantel a cuadritos y mi lobotomía típica del verano. Mirando las caras agobiadas de los comensales, frené en una mujer mayor con su vaso de liso transpirado, sentada frente a su marido. Ninguno hablaba, estaban en dimensiones paralelas –un efecto colateral de los matrimonios largos–, pero me llamó la atención algo: la mujer tenía una blusa de mangas cortas con botones dorados y unos hombros demasiado fornidos. Estaba usando hombreras.

Hacía mucho que no veía a alguien con hombreras. Me acordé de ver a mi mamá acomodándoselas en el espejo del antebaño antes de irse a trabajar, y del movimiento rápido que hacía para sacárselas cuando volvía a mi casa (también usaba camisas que las traían cosidas): ese movimiento significaba que ya había terminado su rol de mujer policía. Aunque eran un accesorio de moda que guardaba en una caja con muchos otros pares –en los 80 eran casi obligatorias– seguían siendo lo que fueron desde su creación: un truco barato para crear autoridad. Joseph Brodsky habla de los militares rusos retirados, que “suelen llevar, ya sea en casa, ya en público, ésta o aquella prenda perteneciente a su atavío militar: una camisa con hombreras, unas botas altas, una gorra, un capote, como para indicar a los demás (o para recordárselo a sí mismos) el grado de adscripción: aquél que ha servido una vez, servirá siempre”.

Mientas mi mamá se ponía hombreras, nosotros las usábamos para jugar: podían ser tetas, bultos, deformaciones. Una vez, una compañera de la primaria fue a la escuela con hombreras debajo del guardapolvos –me la imagino poniéndoselas sin que la vieran. Ese gesto le costó semanas de burlas por haber querido hacerse la grande.

En un libro sobre Silvina Ocampo hay una entrevista a María Ester Vázquez, donde queda demostrada la intermitencia de las hombreras en la moda argentina, unida a lo tacaño de una de las hermanas Ocampo: “Tenía fama de ser muy poco generosa. En la galería de Villa Silvina había unos sillones de mimbre forrados. Con el uso, una de las cretonas había quedado con hilos rotosos. Sentate porque hay que tapar eso, me decía (…) En los años 80, cuando se empezaron a usar las hombreras otra vez, me dijo: ‘Mirá qué injusticia, yo hace una semana tiré una caja de hombreras. Se habían usado tanto en los 40, la mayoría estaban apolilladas, pero muchas servían’”.

Publicada en Pausa #168, miércoles 16 de marzo de 2016

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