Sandoval

Hay un hombre viejo, pero de buen porte, cetrino y con enormes mostachos. Después de comer sale disparado en su silla como un campeón a través de las galerías, abre y sale a fumar escondido detrás del tanque de agua. Hace meses que nos encontramos pitando en lo oscuro, pero no me dirige la palabra, ni para saludar. Yo doy vuelta la silla, armo mi cigarro de mezcla y fumo  hacia el fantasma de los pinos ignorándolo olímpicamente.

Es, como se verá, un hombre parco, de unos 60 años. Vino desde Santa Cruz hace más de 6, con una lesión completa a la altura de lumbares. Dicen que domando un caballo. Lleva el tronco bien erguido, se ve que trabajó mucho al principio, y manipula el cigarro y sus herramientas con dos ristras de chotos que lleva por manos. Ahora apenas aparece por el gimnasio; para todo el tiempo detrás de un separador que se armó en un rincón de la sala de T.O., donde se lo ve trabajar con sus herramientas reparando todo tipo de cosas que le llevan. Relojes, aparatos terapéuticos, celulares, etc. Con todo se da maña. Es su forma de pagar el derecho a permanencia, sin lugar a dudas un arreglo con los médicos para que la ART termine de una vez de hacerle la casa adaptada. Pero además dibuja. Una vez me acerqué sin que me importara su desprecio -sólo charla y sonríe con las terapeutas jóvenes que le encargan mate y mandados-  y me puse a contemplar por sobre su hombro. Estaba trazando en un papel,  con la punta del soldador de estaño,  la figura de un caballo soberbio. Una pirografía muy particular que me hizo rotar el eje de mi rencor en una especie de admiración. Cauta, pero admiración al fin. Todo alrededor pude ver otros bocetos, algunos ya enmarcados: siempre el caballo brincando, pero sin jinete. Una monomanía inquietante. Pensé que  a lo mejor estaba practicando ese arte para sepultar su fantasía monomaníaca.  Alguna vez ese caballo va a ser perdonado. Quizás cuando atrape en una estampa su perfección, Ahab va a deponer su cólera.

Pero a los pocos meses el viejo desapareció. Sin saludar. Nos enteramos por la supervisora que la ART lo había mandado a llamar para inaugurar su casa. Me lo imagino ahora probando las barras y el baño adaptado, con una calefacción digna, fumando a sus anchas sus Marlboro, y la compañía jovial de una acompañante: una joven patagónica, estudiante de enfermería que, como las T.O. del Centro, sepa sacarle una sonrisa detrás del cerco duro de su boca sellado con un bigote.

 

Publicada en Pausa #171, edición de 28 de abril de 2016

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