Curso de buceo

Pienso seguido en los buzos. Cuando éramos chicos los imitábamos en el borde de las piletas: nos tirábamos para atrás como si fuéramos profesionales. Aparecían en los noticieros, perdiéndose en el agua marrón del Río de la Plata o de cualquier otro. Pienso en los buzos tácticos que cada dos por tres se tiran a la laguna Setúbal para sacar muertos, como si jugaran a la búsqueda del tesoro en una pileta gigante.

Un día vi en la tele un reportaje a Julio César Cu, el único buzo que se anima a tirarse en las cloacas de la ciudad de México para extraer la basura que obstaculiza el flujo del agua: desde pedazos de autos viejos hasta cadáveres.

En el club al que voy a nadar hay un curso de buceo para principiantes. Son diez o doce personas: hay un mecánico buzo, una ama de casa buzo, un empleado judicial buzo. Cuando llegan se ponen el equipo, pierden las caras y se transforman en máquinas humanas. Después se tiran al agua. Ocupan sólo dos andariveles de la pileta: bucean en un rectángulo de 25x5 que fue doscientas veces filtrado y tiene un alto porcentaje de cloro. Primero se quedan en la superficie pero después se pegan a ese fondo de azulejos, como si buscaran restos arqueológicos. ¿Qué puede haber ahí abajo? Pelos, curitas usadas, mugre. Nada más. Pero ellos son felices.

Hay una señora, pongámosle Graciela. Es una de las protagonistas del grupo. Si uno la ve se pregunta: ¿por qué esta mujer habrá querido aprender a bucear? Un día la escuché decir que cuando era chica le tenía terror al agua en todas sus formas, y por eso decidió empezar.

A veces veo afiches pegados en las paredes del club, que invitan a los interesados a viajar hasta un lugar paradisíaco para poder bucear de verdad. Graciela fue a uno de esos viajes. Cuando estaba en el fondo de arena de alguna parte del Caribe vio que todo era demasiado hermoso y pensó que entonces ya podía pasarle cualquier cosa. Cuando volvió se enfermó: le diagnosticaron cáncer de mama y estuvo meses sin tocar el agua. Pero resucitó, y ahora sigue buceando.

Un sábado los vi a todos formando una fila, bajo el agua, moviéndose como esos animales raros que viven en las profundidades de los océanos, soportan la presión de miles de metros cúbicos de agua y nos saludan de vez en cuando desde los documentales. Esa imagen me dio paz. Ellos estaban ahí, pero a la vez estaban en otro lado, lejos. Afuera, el guardavidas subía el volumen de una radio de cumbia.

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