El agujerito azul

Tenía 20 años cuando llegamos tipo 4 de la mañana a la casa de una amiga, Claudia. Al entrar a la cocina su mamá se levantó de la cama, nos preguntó qué tal nos había ido y se puso a cocinarnos unas milanesas. Mientras comíamos, le dije a Claudia que su mamá parecía mejor que la mía, que a esta hora me hubiera esperado con un par de gritos por todo saludo. Pero que pensaba, en realidad, que a mí me resultaba más fácil pelearme con ella. Vos, le dije, nunca vas a querer irte de acá.

Esto pensaba yo a esa edad. Al poco tiempo, me fui de mi casa para escándalo de tout le monde, y, respecto de ella, mi profecía se cumplió bastante.

Es que, lo sepamos o no, las madres somos monstruosas. Malas lo somos y buenas, también. Siempre recuerdo una frase del Anti Edipo: la familia es ya, inmediatamente, la máquina tecnocrática rusa o americana. El capitalismo tiende sus redes abarcando un todo que incluye a la familia, y hasta lo más íntimo del ser. “El cuerpo del capital-dinero o capitalismo tardío corresponde a las sociedades actuales, en las cuales el deseo se privatiza. Se lo retira de lo social. Se lo retrotrae a la vida privada, al dormitorio paterno, a la cama de mamá y papá. Aparece la familia como el papel atrapamoscas de las intensidades deseantes. Pero el deseo es demasiado potente para mantenerlo encerrado en la pegajosa intimidad de un dormitorio. El deseo estalla, quiere escaparse por las grietas de los muros familiares, salir afuera, corretear, jugar, revolucionar, crear. Es para neutralizar esta potencia del deseo que se trata de encadenar a Edipo, invento del psicoanálisis; o al consumo, invento del capital” dice Esther Díaz.

Qué diferencia hay entre nuestros padres y nosotros, me preguntaba un amigo hace un tiempo. Él contestó que nosotros éramos “más amorosos”. Yo me pregunto si es válido ser tan amoroso, si ser padres amorosos hace mejores a nuestros hijos. Parece tonto, pero claro que está bien cuidar y amar. Pero cuánto hay que cuidar y amar sin que los hijos se vuelvan blandos o arrogantes o estúpidos o todo ello junto. Nuestros padres no eran duros o malos con nosotros. Y cuando uso la primera persona del plural me refiero al pequeño mundo en que uno está localizado; no al universo. Pero dejaban que el aire entre en la casa, en forma de brisa o de viento huracanado, y que cada uno quedara librado a su propia suerte, y encontrara sus armas, sus defensas, porque tenían mucho quehacer con eso de darnos sustento y alimento.

Tampoco hay que creerse que uno es tan amoroso. Una historia me hizo saber hace mucho tiempo que en mí no faltaba el autoritarismo y la mezquindad más ruin. Cuando mi hija era pequeña, yo anotaba algunas conversaciones que compartíamos, porque no confiaba en mi memoria. Esa tarde yo estaba planchando y ella jugaba con una muñeca y hablaba sola, y decía que el vestidito de la muñeca era azul. Yo le dije, no, ese vestido no es azul, es color turquesa. Ella insistió con que el vestido era azul. No, querida, le dije, ese color es turquesa. Y ella, con voz bajita, finalmente acepto: Sí, el vestido es turquesa, pero el agujerito de las mangas es azul.

Creo que fue ese “pero”, sostenido a lo largo de su vida, la que la hizo mejor que yo.

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