A mi papá le gustaban los caballos. Se había criado en el campo, en Tezanos Pintos, a unos kilómetros de Paraná, y contaba algo así como que montaba desde los cuatro años.

Después, cuando se hizo ricachón, se volvió burrero. Tuvo varios caballos: Suspiro, Joel, Yacarta. Las paredes de su escritorio estaban llenas de cuadros con fotos de las carreras que habían ganado. En esas fotos aparecía él, medio gordinflón por la “buena vida”, recibiendo los trofeos. También era de rigor la foto donde salía él, el caballo y el jockey. Los trofeos los tenía en las repisas del escritorio. Me acuerdo de pasarles la gamuza cuando la ayudaba a mi mamá a limpiar.

A veces mi viejo nos llevaba al hipódromo a ver las carreras y el lugar donde guardaban los caballos. Mi hermano José les daba zanahorias. Yo de pedo me animaba a tocarlos. Los caballos, tan inmensos, siempre me intimidaron. Sólo en los últimos años me he podido acercar a uno sin entrar en pánico. Así que bueno, cuando tuve la oportunidad de familiarizarme con ellos yo era demasiado chica y cagona, y mi papá no era del tipo de persona que alentara a nadie a ir más allá de sus limitaciones. Para bien o para mal, él te aceptaba como eras. En suma, que mis hermanos tomaron clases de equitación, y yo me lo perdí. Un par de veces los vi, montados arriba de los caballos de músculos relucientes, saltando unas vallas. Hasta el día de hoy me pregunto: ¿Cómo será perderle el miedo a esas bestias deslumbrantes?

Ahora vivo prácticamente en el campo. El día que me mudé, el fletero y el peón tuvieron que bajar los bultos esquivando unas vacas que pastaban en el frente de mi casa. Hoy, mientras lavaba los platos, por la ventana de la cocina vi el hocico de un caballo marrón y blanco. Me asomé y eran muchos más, seis. Salí a verlos. El Beto les pasaba por al lado y todo bien. Me interesa la convivencia entre caballos y perros.

En cambio de mí, se alejaron lentamente. Eran todos marrones y blancos, salvo uno, enteramente marrón. Balanceaban sus colas con parsimonia.

El otro día pasaron tres muchachos galopando por la calle principal, jugando carreras.

Desde mi ventana, también, varias veces vi a un hombre montado arriando las vacas por el bañado. Una de esas veces, el hombre llevaba a un nene. El nene iba adelante, seguro entre los brazos del hombre que sostenía las riendas. Desde mi casa se escuchaban las risotadas del chico. Pensé qué hermoso crecer así, subido a caballos, arriando vacas en el bañado.

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