El alma en el cuerpo

Sé perfectamente dónde se localiza la angustia en el cuerpo. En el plexo solar. Es como un golpe inesperado, fino, rápido, muy contundente, que te dobla en dos y te afloja también las rodillas. Por eso El grito, de Munch, si bien se lo considera como la imagen de la angustia, a mí no me lo parece. Claro que yo no sé nada de pintura, pero esto de abrir la boca para gritar, con los ojos bien abiertos y sujetando la cabeza con las manos, me parece que más bien es el horror. No sé si los vientos rojos que coronan el cuadro tienen que ver con un crepúsculo o encuadran con un matiz sangriento el horror del hombre que cruzaba el puente y se ha detenido o las dos cosas, por qué no. Pero para mí la angustia te dobla, te parte en pedazos. Quizá porque se trata de un asalto, de un imprevisto que impide que puedas prepararte para el golpe. Que yo recuerde, la primera vez que tuve una experiencia de este tipo fue en la playa de Guadalupe; yo tendría cuatro años.

Habíamos ido toda la familia a disfrutar de la playa en una tarde de verano. Éramos muchos; quizá, además de nosotros, que éramos siete personas, estarían algunos tíos y primos. Pero había sido toda una excursión, con mantas para tirarse en la arena, mate, masitas; y, para la llegada de la noche, sándwiches de milanesas y alguna bebida: Bidú cola y Crush, seguramente. En el recuerdo ya es noche cerrada y estamos correteando por ahí cuando algún adulto pregunta, a los gritos: ¿Dónde está la Susana? Confiados, mirábamos alrededor creyendo que surgiría, sana y salva para nuestro alivio, desde detrás de algún sillón, o cerca de la orilla del agua. Ahí fue, cuando no se apareció, que yo sufrí el asalto de la angustia. Sentí el golpe y me doblé en dos. Sentí un agujero en el lugar de mi cuerpo, como si el viento pudiera atravesarme sin obstáculo ninguno.

Empezamos a alejarnos del grupo original, hacia diferentes direcciones de la playa, gritando su nombre de todas las formas posibles: ¡Susi!, ¡Susana! ¡Susanita!, repetíamos en un ir y venir desesperado, procurando no dejarnos tragar por las sombras; es decir, alejándonos como los puntos de un globo al inflarse, pero persistiendo en el contacto visual de los demás, algunos avanzando en el agua; otros, hacia adentro. Mi mamá se había quedado cerca de nuestras cosas, llorando a los gritos. Mi papá gritaba el nombre de mi hermana como si lo estuvieran degollando. Todo era ajetreo, agitación, rostros crispados, extendiéndose mucho más allá del mezquino farol que presidía nuestro encuentro.

¿Cuánto tiempo pasó? Cómo saberlo. El tiempo es elástico y es subjetivo y se muestra como interminable por la manera en que la memoria lo dejó grabado.

Hasta que, desde el sur hacia nosotros, desde el fondo de la noche, aparecieron sus rulos, su mallita rosada con pintitas blancas y volados en el canesú, llorando, encogida sobre sí y corriendo a los tropezones. Cuando se arrojó a los brazos de mi madre, que se largó a llorar más fuerte todavía, me volvió el alma al cuerpo.

¿Qué te pasó? le preguntaban. Ella nos miraba uno a uno, con una perplejidad que llenaba todo su ser, sorprendida ella misma de la osadía de su aventura y de nuestra unánime consternación y contestó, con voz chiquita: No sé.

La experiencia de la recuperación del cuerpo puede pensarse como el hecho de que mi persona no termina en mí. En este caso, mi hermana faltó y así se produjo el agujero de su falta que el regreso cerró.

 

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí