Reflejo

Veo a la nieta de mi amiga jugando con la multitud de cosas que el mundo le revela: un par de guantes de plástico, un cubo de hielo, la tapita de gaseosa que se cayó al suelo. Repentinamente deja el ir y venir de sus piernas pequeñas que recorre el espacio entre el living y el patio, en los primeros alegres ensayos de sus habilidades del caminar y el correr. Se sienta en el suelo investigando lo que ha encontrado y se pone y se saca los guantes tan grandes y tan anchos, hace tintinear el cubito en el vaso de vidrio, y todo se lleva a la boca que le brinda, en apariencia, un conocimiento privilegiado. Y lo hace repetidas veces; ya hace diez minutos que juega, absorta.

Entonces me veo a mí, pequeña.  Estoy acostada en la cama, sin desvestirme, con las manos cruzadas bajo la cabeza. A la izquierda, la cortina de la ventana me separa del patio. Mi mirada es atraída por un brillo en la pared de enfrente. Es como una mancha soleada, que se mueve en un recorte que no pasa las medidas de una baldosa.

Oigo el trajinar de la escoba de la madre frotando el portland de afuera, donde el espacio está delimitado por nuestra habitación y el ligustro. Más allá sé que está el resto: metros y metros de tierra, arbustos, algunos árboles. Quizá sea una hora de la tarde, porque el frente de la casa da al este.

Algo ha ocurrido entre un rayo de sol, que le da el color a la mancha, y el agua que se mueve en el piso que está siendo aseado. Y esta relación se reúne en un pedazo de la pared de mi habitación, por alguna argucia física de la cual mi mente de niña no tiene la cifra. Ensimismada, veo una especie de escritura movediza y cambiante, como la de los sueños donde los dibujos y las palabras que se ven en el cielo son el indicio del fin del mundo. Pero aquí, sin espanto y con sosiego. (Inclusive puedo decir que el temor ante el desastre inminente es menor que el asombro de un cielo dibujado y escrito).

Sé sin dudas que se trata de un reflejo en la pared, pero ignoro completamente el devenir mancha danzante del agua y el color de la tarde, y esa intimidad con ese algo de magia que se despierta para mí me hace pensar que sólo yo conozco el prodigio que mi madre provoca, sin saberlo, para mi espectáculo.

Pero ya no se oye el sonido de la escoba, y se va desvaneciendo, de manera lenta y demorona, el cuadro que tiembla para mí, hasta que desaparece. La pared recupera el hastío de la falta de pintura y la humedad.

El mundo es una fiesta para la infancia cuando abunda el amor y la muerte no existe.

 

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí