A los ojos

Mientras escribo en el pizarrón de espaldas al aula, mi mente se cuela un segundo por la ventana, ahí están la calle que parece un chocolate en rama de tanto barro removido, la basura acumulada en la vereda, dos gurises cazando pajaritos,  el caballo de siempre dele buscar algo de pasto en todo esto y levantando las cerdas de su cola para apuntar hacia nosotros con un rosario de bosta, después una hilera de casas de distintos colores y materiales, y más allá el cañaveral, después la autopista. En ese momento un pibe rastrea del escritorio una tiza y con paciencia en su banco la pica sobre un pedazo de tela negra que arrancó de una mochila rota. Pasan tantas cosas a veces que es difícil hacer foco rápidamente en lo importante. Yo como una estúpida sigo intentando dar clases porque por esa mañana, inútilmente, me comí el papel. Otro de los chicos arranca a filmar la escena con el celular, y ahí ante ese ojo cíclope empieza el simulacro: el que pica vende, el que filma se acerca a comprar y un tercero se pone la gorra, es la yuta que viene a solucionar la cosa, entonces apresa e inmoviliza al que compra que a esa altura tenía el capuchón en el bolsillo, el que vende raja ante la mirada cómplice del cana y los gritos desahuciados del consumidor (al que le dan para que tenga). Los pibes tienen trece años, y esto que acá adentro en un principio me pareció un saboteo a mi clase, después me retorna como un grito desesperado por hacer visible lo invisible, por decir hablemos de esto, que el afuera acá dentro no se termina. Carteles en las escuelas que hablan de lo mal que hacen las drogas, que dicen NO grande en rojo, un NO que no se problematiza el trasfondo, un NO que niega tapa moraliza juzga y no escucha. SÍ esto pasa, esto nos pasa, esto tomamos, esto vendemos, así nos dan duro, esta placa queremos usar.

Tomo un taxi trucho a la salida, los otros no quieren entrar, el tachero apoya su brazo tatuado en la ventanilla y va tranquilo esquivando zanjas, máquinas y perros y saludando a todos. En un semáforo le advierte a un motocilista que no doble porque están los gendarmes. Desde principio de año los gendarmes cercan el barrio donde empieza el pavimento y por la noche se pasean con metralletas por el terraplén. Son otra cara de la frontera. Le saco charla le digo que los gendarmes son unos hincha pelotas, me dice que sí, que paran a los que laburan, que los hacen perder tiempo revisando de pies a cabeza y no van ahí donde todos saben que la cocinan, ni ahí donde todos sabemos que se esconden los que matan y roban pibas, estaría bien si su función fuera de verdad prevenir, me dice, que lo peor no es perder horas de trabajo, que lo peor le pasó el sábado a la noche que estaba contento y cansado después de manejar toda la semana  y se juntó a comer con el cuñado, a la una se les acabó la birra, el kiosco de enfrente ya había cerrado y para comprar otro porrón tenían que cruzar la vía. Cuando llegaron se tuvieron que volver porque en la puerta ahí estaban con el traje oliva y no querían que los revisen de pies a cabeza como a unos delincuentes, porque sí, por ir a buscar un porrón, por caminar en tu barrio de noche, por querer un día ser feliz.

Cuando voy al centro me miran como si fuera un chorito, dice el Bebe, son todos caretas, también dice, yo soy de la villa, soy cañaman yo no les voy a robar, yo me visto así. A mí se llenan los ojos de lágrimas, el Bebe es lejos una de las persona más éticas que conozco y es feliz aunque a veces le duela. Otra profe lo mira y le contesta con una sonrisa: yo camino por el centro, ¿soy careta? Todos sabemos que ni ahí.

Pienso en esa foto que subieron al facebook de “Sin medios”, todos los gendarmes afuera de Comodro Py, tomados de perfil, un montón de comentarios llamándoles lacra, basura, y en el centro de la imagen uno de los gendarmes con la cabeza ladeada mira a la cámara, el pelo negro corto, ojos tristes, con ese brillo particular de aguantar la lágrima. No es fácil, pasan muchas cosas, el desafío está en aprender a mirar, mirarnos, a los ojos.

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