Arándanos

Nada escapa del ciclo de la moda, ni siquiera las frutas y las verduras. Los arándanos están conquistando la fama, la misma que tuvieron otros vegetales. Hace algunos años, nadie había escuchado hablar de la rúcula, y hoy adorna pizzas y le disputa el lugar a la lechuga en las ensaladas. Una noticia del diario dice que los arándanos, como todos los alimentos ricos en flavonoides, ayudan a reducir la impotencia. Además, son tentadores: un enjambre de avispas asiáticas se comió hace meses 400 kilos de arándanos en una finca de Cantabria.

Durante años, nos pasamos horas escuchando a The Cranberries, es decir, a Los arándanos (aunque unos arándanos diferentes a los que se pueden ver hoy por acá). El inglés con el que crecimos, esa lengua tan cercana como ajena, hacía que el nombre de la banda sonara más extravagante de lo que en realidad era. Estábamos en los 90, cruzando el vendaval de la adolescencia, y esas canciones eran la banda sonora de nuestra metamorfosis. Después cambiamos nuestro gusto musical, los miembros de Los arándanos se pelearon y la cantante Dolores O’Riordan terminó agrediendo a una azafata y a tres policías en un aeropuerto.

La otra noche fui a cenar, por un compromiso, a un restorán caro. En el ambiente predominaba la madera, la música funcional y las luces suaves. Mi silla era demasiado cómoda. En la carta, los platos tenían nombres grandilocuentes, demasiado para lo que finalmente eran: un pedazo de pescado o carne, verduras, una salsa. El postre, que todavía recuerdo, decía en lengua gourmet: “terrina de chocolate semiamargo acompañada con salsa inglesa y arándanos”.  Arándanos. El plato que el mozo acomodó frente a mí era grande, blanco. En su centro, el postre parecía una obra de arte. La destruimos con una sola cuchara. Dos días después, sentado en la mesa de mi comedor, escuché algo en la síntesis de noticias de la medianoche: que en Concordia, muchos chicos de la escuela habían dejado de ir a clases para trabajar en la cosecha de arándanos. “Nos avisan que no van a venir porque tienen que trabajar con sus papás”, decía una maestra. La pantalla mostraba aulas con varios bancos vacíos, y chicos tímidos escapando de la cámara. Me vi otra vez mordiendo frutitas ácidas en el confort de ese restorán. No es que haya tenido el remordimiento del consumidor burgués, o tal vez sí. Es un ejercicio que uno puede hacer todo el tiempo, con cada cosa que se lleva a la boca o que usa: detrás siempre hay alguien, como detrás de ese postre estaban los dedos de esos chicos. Aunque como dice un informe, el 94 % de la producción de arándanos se destina a la exportación; los arándanos cosechados por los chicos de Concordia son masticados por una mujer alemana que los compra en un supermercado de Hamburgo, mientras yo mastico arándanos chilenos. Eso es lo que menos importa. A lo que sí importa, Marx lo explicó mejor de lo que podría explicarlo yo, hace mucho tiempo.

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