Lecciones de botánica

El año pasado escribí un poema que arranca así: “En el medio del camino de la vida/empecé a cuidar las plantas de mi patio”. Los poemas son mentirosos y efectistas, no hay que creerles a los poetas; pero créanme, este poema dice la verdad. Durante años, tuve plantas sufriendo en el patiecito cuadrado de mi casa alquilada. No eran mías, venían con la casa, ya estaban ahí, en unas macetas viejas de cemento, imposibles de mover. Un helecho, un charol, unas puntas de flecha. No les acerqué nunca un vaso de agua, ni siquiera las miraba. Pasaron veranos enteros resistiendo, hasta que una mañana me desperté jardinero y me transformé en una madre Teresa de las plantas (con todo lo que eso implica).

Las plantas no tienen un solo nombre, tienen muchos. Las mujeres los aprenden de sus madres o abuelas, y se los pasan a sus hijos. Esos nombres conviven, pero hay que saberlos a todos para poder charlar de plantas con otro entendido. Hay una muy resistente, de hojas rectas y duras, la Sansevieria trifasciata, tan común en los patios de nuestras abuelas y que ahora adorna las casas minimalistas de los jóvenes modernos –no pide nada, puede vivir durante meses sin agua–; esa misma planta es llamada “lengua de suegra” por algunas señoras, “cola de tigre” por otras y “espada de San Jorge” por otras.

Hace poco volví a ver una foto de mi mamá en la vereda de mi casa. Está vestida de entrecasa, con un pantalón de buzo y un pulóver. Se ríe obligada. Tiene una manguera en la mano, está regando las plantas pegadas al tapial –se las ve lustradas por el agua de la canilla–. A esa foto se la sacó mi tío de Buenos Aires, en una de sus visitas. Se la sacó sorpresivamente. Es una de sus últimas fotos. Entre las plantas del fondo aparece una de sus preferidas, los malvones. Los cuidaba de todo, incluso de la amenaza más peligrosa que había en la colonia agrícola: las viejas ladronas, esas que salían a caminar bien temprano, cuando apenas asomaba el sol, y arrancaban de raíz las plantas para llevarlas a sus patios, mientras todos dormíamos. Los pocos nombres de plantas que aprendí mientras crecía –poto, estrella federal, beso, agapanto– los aprendí de mi mamá. Ahora debería tener mis propios hijos para legárselos.

Un día de esta semana me dediqué a mi jardín. Algunas de mis plantas están enormes (mi amigo Guille dice que las tengo drogadas). Pero la última tormenta trajo alguna plaga que atacó a varias. Una de mis dos Ericas se secó entera, como si la hubieran fulminado con un rayo láser. Traté de reanimarla con un cóctel de pesticida y fertilizante. Pero la casualidad quiso que una noche de esa misma semana leyera un poema de Estela Figueroa, “Vegetal”, que empieza así: “Como la Erika/que antes de secarse/produce un hijo”. Estaba en mi cama, cerré el libro y salí al patio en calzoncillos para comprobar lo que había leído. Ahí estaba el hijito, verde y diminuto, al lado de su madre muerta. Las plantas repiten la misma historia que los humanos.

 

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